Me ha parecido elegante dejar pasar un par de días desde la jornada electoral del pasado domingo. Puedo imaginar que ustedes, amables lectores, sufrirán de una cierta saturación e intoxicación mental al respecto; y de eso, no tengo ninguna duda.
En cuanto a mi – y les ruego que, en esta ocasión, permitan erigirme en protagonista del artículo cosa que, desde luego, es altamente desaconsejable en la profesión periodística; o eso dicen – una enorme y espesa cortina de tristeza invade mi yo y mis circunstancias, como decía aquel; sobre todo, mis circunstancias que, despojadas temporalmente del frenesí que ofrece la urna, se sienten ahora repletas de congoja y de otras lindezas torturadoras.
Sí, señores: un servidor – ya desposeido de cualquier asomo de modestia- se pirra con todo aquello relacionado con las papeletas electorales; bueno, no sólo con las papeletas, sino también con las precampañas, las campañas, los debates, los cara a cara, los vociferantes anuncios, los insultos directos y los disfrazados, los mÍtines, las jornadas de reflexión y, en definitivo, con todo aquello que huele a urna. Así, tal como suena.
Mi pasión por todo aquello que se refiere al mundo electoral es tan potente que ya ha superado la etapa del deseo para adentrarse en los oscuros territorios de la psicosis, la obsesión y la parafernalia cerebral: podría llegar a matar por una urna; se lo puedo asegurar. He consultado, en primera instancia, con mi hijo psicólogo (qué quieren: cada uno tiene los hijos que se merece…) y me ha diagnosticado algo tan enrevesado como un “rigor mortis encefalítico”; como que tengo las neuronas caninas, tiesas, vamos.
Yo, es que veo de lejos una urna y me invade, de inmediato, un temblor carnal que precede a un estado de shock general. Se me paralizan los párpados y se me volatilizan mis creencias más profundamente enraizadas. De ahí mi estado de tristeza generalizada después del clímax orgásmico obtenido en estas últimas eleciones al Congreso y al Senado (por cierto, las papeletas destinadas a los señores senadores me producen una excitación mayúscula, tan rosadas ellas y conteniendo tan alta responsabilidad como para elegir a un órgano institucional brutalmente básico para el funcionamiento del estado: ¡Ay, el Senado, que sería de nosotros sin esta congregación política de mentes preclaras, edades avanzadas y refugio de fracasados profesionales…!).
Mi propuesta es sencilla: poder votar mucho más a menudo. Hombre, para mi sería una pasada conseguir depositar votos a diario… pero ya entiendo que dicha periodicidad provocaría en la sociedad ciertos quebraderos de cabeza. Sería un sidral montar en una sola jornada consecutiva las imprescindibles campañas, los anuncios de las farolas, los Bertines y las “hormiguitas” de turno, las peleas destinadas a enaltecer a los progenitores de uno u otro candidato, nombrar a los interventores, distribuir las urnas, los recuentos, etc. Así y todo, creo que con el Internet se facilitaría mucho las cosas. Y, la verdad, sigo echando en falta algún que otro pucherazo, que le daba al asunto un poco de alegría.
Un ruego: en estos actuales en que nos encontramos, hablen, dialoguen, pacten todo lo que sea necesario pero, por favor ¡no se pongan de acuerdo! Convoquen nuevas erecciones (perdón, quise decir elecciones).