Sabía que algún día ocurriría. Lo que ignoraba era cuándo sucedería. Y ha sido hoy, esta mañana, apenas unas horas antes de que finalice este noviembre del 2016, caótico y sorprendente; un mes con los fallecimientos de personajes públicos como Rita Barberá y Fidel Castro; un mes con la muertes privadas, anónimas, de mujeres, hombres y niños inocentes en Siria, Afganistán y muchas otras partes del mundo salvaje y revuelto, así como la muerte de mujeres a manos de criminales maltratadores y asesinos; un mes con la toma de posesión de sus cargos de los nuevos ministros de Mariano Rajoy y con la elección del “ni se sabe” de Donald Trump; un mes con Black Friday y Cyber Monday; un mes loco, loco.
Y sí: ha pasado. Me ha pasado. He salido a la calle, una vez cumplidos mis rituales de atletismo matinal y ducha de consuelo, y me encontrado con un mundo algo distinto. Toda la gente con la que me he tropezado estaba dotada de una aureola de bondad; reflejaba en sus rostros una sensación de calma y serenidad y desprendía en su entorno una huella de benignidad y ternura natural. La sonrisa de la cajera del supermercado parecía natural y espontánea; el dependiente de la tienda de comestibles me ha contado un chiste; la trabajadora que atendía al público en la sucursal del banco me ha despachado con gran eficiéncia y respeto: ha escuchado atentamente mi problema y lo ha resuelto con una celeridad inusitada; la enfermera del médico se ha esmerado en su educación y el propio médico ha tenido un comportamiento ejemplar: sin prisas y con abundante humanidad; un policía apostado en las inmediaciones de un cafarnaum de manteros, me ha reconocido que no podía actuar y echarles porqué las órdenes venían de arriba -que es de donde provienen las órdenes- y que la consigna era dejarles vender con tranquilidad, pero lo más importante es que no me ha detenido; en la cola de la carnicería una abuela dulce y melosa me ha prestado su tanda porque intuía que yo sería más raudo comprando; un hombre con gafas oscuras y perro avispado, de nombre Rustu, me ha pedido fuego y, luego de encender su pitillo, me ha dado las gracias; en el metro, una jovenzuela con pinta de estudiante de arquitectura me ha cedido, amablemente, su asiento; no me he cruzado con ningún ciclista omnicida en las aceras por donde he transitado pacíficamente y, durante mi trayecto, no he visto a nadie que escupiera; me he quedado bloqueado al comprar un billete de transporte público y un futuro pasajero con paraguas enrollado me ha ayudado a obtenerlo; en la lavandería automática no berreaba ningún mozalbete; una señora de pelo rizado ha observado, desde el interior de su vehículo, que yo estaba buscando aparcamiento y me ha avisado de que ella ya se marchaba; en toda la mañana, en mi móvil, no ha habido ni rastro de llamadas de compañías de seguros, ni de telefonía ni de venta al por mayor de vinos; un antiguo compañero de colegio me ha reconocido y me ha dado un abrazo: todavía no recuerdo quién es pero ha actuado con suma prudencia y discreción; en la compra de unos auriculares para la radio me han hecho un feliz descuento; en la librería me ha atendido la dependienta simpática, no la otra...
Ha sido una mañana deliciosa; me he reconciliado con mis conciudadanos y ninguna manada de turistas me ha avasallado. ¿Se puede pedir más?
Para celebrar tal acontecimiento, he decidido darme un homenaje y me he comprado una suculenta ensalada de lentejas y un gallo de San Pedro con salsa verde.
Hoy he recordado, con cierta nostalgia, aquel viejo anuncio de la Coca-Cola que aludía a la bondad generalizada de la gente del pueblo. Nunca creí que la letra de tal canción se me haría realidad. Me he pellizcado en distintas partes de mi físico y, realmente, no estaba soñando: hay mucha gente buena, buena, por ahí. Lo que pasa es que, sólo en contadas ocasiones, te los puedes encontrar todos de golpe por la ciudad.