Veinticuatro horas antes de empezar a redactar este artículo me llega la noticia del óbito de la insigne soprano Montserrat Caballé, barcelonesa universal. Evidentemente, como siempre en estos casos, los medios de comunicación se apresuran a publicar sus correspondientes obituarios en los que se escriben sus panegíricos y semblanzas en honor, gloria y alabanza de la persona fallecida. Lo habitual -y seguramente lo políticamente correcto- es que en la descripción de la vida del personaje la balanza se incline, totalmente, por acentuar todas las virtudes que encarnaba el finado. Casi nunca, nadie, ningún periodista, se atreve a destacar uno o más defectos de los que el homenajeado también detentaba en vida. Es, eso, algo que siempre me ha sorprendido. Una cosa es rendir pleitesía a la persona que ha dejado nuestro clásico Valle de Lágrimas y la otra es no ejercer el periodismo de una manera neutra, racional y justa. Que la muerte suelta siempre un poso de tristeza y desolación (por mucha edad que haya cumplido el que se larga) es bien sabido por todo el mundo; ahora bien, creo que el comportamiento cabal de recordar la sana moralidad del fenecido no está, o no tendría que estar, reñido con unas dosis de realidad, aunque ésta se presente de manera dosificadamente débil o, en todo caso, civilizada y educada.
Vaya por delante mi innegable admiración por la carrera artística de la cantante Montserrat Caballé: una voz con una sensibilidad al más alto nivel posible en la escala humana; unos registros de tonalidades tan diversos que, en algunas interpretaciones, parecían imposibles; una calidez sonora capaz de emocionar al público; un dominio de la escena operística con un control de las pausas fuera de serie... y así podríamos continuar con un escalado de capacidades sin límites.
Todo lo cual, lo anterior, no quita que mis experiencias televisivas con ella no fueran un dechado de bondad. Como realizador de Televisió de Catalunya (TV3) tuve la oportunidad de grabar un par de conciertos de Montserrat Caballé, el primero de los cuales, si no recuerdo mal, se produjo en el ya lejano año de 1985. Por cierto, el video completo de este concierto fue emitido por TV3 justo unas horas después de su muerte.
Mis trabajos a su lado, desde luego, no fueron demasiado gratificantes para mi, como realizador televisivo. Puedo recordar perfectamente que su actitud hacia mi persona y también hacia mi equipo técnico desplazado a Cadaqués (donde se produjo el evento musical) no fue del todo plácido, por decirlo de alguna manera lo más suave posible. Desde un principio, las casi doce horas que estuvimos preparando el concierto, se me hicieron eternas por el ambiente que creó la ínclita diva; en todo momento no existió ninguna facilidad por su parte para poder hacer nuestro trabajo con la dignidad necesaria: continuos ataques de mal humor, retrasos absurdos en los ensayos, quejas a mansalva por la pequeña parafernalia técnica que exigía una grabación de estas características, etc.
No me estoy cebando en la poca disposición que la señora Caballé nos dispensó aquel día; todo el mundo tiene derecho a gozar de una mala jornada. ¡Faltaría más! Sólo pretendo recordar mis experiencias y hacerlas públicas, precisamente, para reivindicar mis razones iniciales cuando les contaba el hecho de poder explicar de algunas personas, realidades que, aunque parezcan negativas, nos muestran que también los grandes divos del arte o de lo que sea son humanos, son personas con sus debilidades y sus fortalezas... aunque pertenezcan ya al mundo de los fallecidos. Y lo digo con todo el respeto hacia Montserrat a quien todos le debemos habernos deleitado con su arte genial.
Descansa en paz, Montserrat.