Vecinos

JAUME SANTACANA. La noche pasada, por un desgraciado incidente, entré a formar parte de los “legionarios” de las noches toledanas”, es decir, de los insomnes irreductibles.

Estaba uno en el más feliz de los sueños cuando, de repente, unos desagradables maullidos penetraron en mis huesecitos del oído, produciendo la alteración violenta del dulce reposar nocturno.

Durante unos cuantos segundos –transformados, después, en minutos- alterné la sorpresa con el sentimiento de irritabilidad inherente a alguna causa anómala en mitad de mi transcurso vital.

Cuando empecé a entender qué podía estar ocurriendo, la ira –una ira concentrada en la boca del estómago (que es la más maligna)- se apoderó de mi persona, enfureciendo mi espíritu dando alas a mi más representativa visión del mundo sádico y animal. Sobre todo, animal.

Era un gato. Una bestia parda que, enfrente de mi ventana, maullaba sus desgracias sin interrupción ninguna. Era el gato de mi vecino de terraza. Las dos y treinta y siete minutos de la puta y cruel madrugada. ¡Coño de gato! (lo siento, a veces, me pirro por el estilo literariamente realista).

Me levanté, salí al exterior –un frio que helaba la sonrisa (afortunadamente, en aquel momento, no tenía sonrisa ninguna que exhibir)-, agarré el palo de la escoba y, esgrimiendo el arma, me dediqué a “funfurrunear” al gato, hasta que decidió saltar la tapia y regresar a su “madriguera” habitual.

Por tres veces (3) –como las negaciones de Judas- se repitió esta comedia: a las tres y doce, y a las cinco y cuarenta y dos. Con esos horarios tan bien trazados –que ni Cercanías de Renfe- se me hizo imposible conseguir y consumir una cierta ración de descanso. La merecida, ni más ni menos.

Nota: el final del relato es de una exactitud aplastante; no admite duda alguna sobre la veracidad del acontecimiento.

Las ocho en punto de la mañana. Al volver de mi sesión de gimnasia diaria, me presento, solícito, ante la puerta de mi simpático vecino, el ático quinto. Llamo y espero pacientemente. Se abre la puerta; aparece mi vecino “empijamado”. Es napolitano. Le cuento lo de su gato y mi noche y, inmediatamente me corrige: “perdone usted: es una gata”. Me acuerdo de “la sua mamma”. Le vuelvo a repetir “lo” de su gata. Se justifica: “está en celo, la pobre”.

Desenlace, mi respuesta:

“Una de estas noches –sin avisar, naturalmente…más morbo- me plantaré, a eso de las tres, en su terraza, caro napolitano, y me pondré a chillar como una loca, hasta que su mujer aparezca ligera y sutil…”

“¿Cómo?”

“Yo, ¡también estoy en celo!”

 

 

 

 

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