Es magnánimo aquel quien, ante la derrota del contrario le procura un final digno. Quizás Morante de la Puebla debió de pensar (si es que piensa) que su deleznable gesto mostrado en Sevilla de secar las lágrimas del toro en pañuelo blanco y brocado le valdría pasar a los anales de la historia con honores de gloria. Y claro está, los que disfrutan del sadismo de torturar al toro lo han calificado de “valiente”, aunque el suyo sea un hecho que lo que muestra es repugnante perversidad.
Lo único que ha demostrado el ‘matador’ -dicho con máxima inquina posible- es que es un tipo alma de cántaro, tosco y con un punto considerable de psicopatía. Pero, por encima de todo, se ha reiterado lo miserable de su figura. Este sábado lo acabamos de entender todo de este individuo.
No, secar las lágrimas de un toro no es dignificarlo, es humillarlo todavía más. Por si no fuera suficiente las banderillas, picadas y muletazos que se lleva el encomendado animal, luego va el imbécil de turno a despreciarlo poniéndole un pañuelo en los ojos. Porque el animal, quien ha pasado una pacífica existencia en una dehesa campando a sus anchas, ha vivido confiado en el hombre, un especimen que luego lo traiciona lanzándolo a un ruedo para procurarle una festiva muerte dolorosa ante el jadeo de los insensibles asistentes.
Porque que este tipo demuestre su hígado hipertrofiado riéndose del toro es signo de que simplemente está mal de la testa, pero lo realmente preocupante es que existan personas a quienes les edifique esta imagen y la alaben. No hará falta que llegue el meteorito para extinguir nuestra especie.