Harto ya de tantas y tantas noches sin poder pegar ojo, revolviéndome en mi cama humedecida por mi propia transpiración canicular causada por el bloqueo de mis ventanas, operación, ésta, más que necesaria para evitar un ligero porcentaje de los infernales ruidos exteriores… harto ya de tanta tontería nocturno-festiva en la calle, justo debajo de mi casa… he tomado una sabia decisión, con frialdad rigurosa, con el cerebro estático, sin temblores en las piernas, calculadamente, a conciencia, como hay que tomar las decisiones trascendentes: ¡me uno a ellos!
Ahora empiezo a ser feliz. Todas las noches, a eso de las once, me pego una ducha, me visto unos calzoncillos boxer, una camiseta imperio, me calzo unas chancletas y bajo las escaleras para enfrentarme a la calle; una calle bulliciosa, con cientos de guiris deambulando, vociferando espasmódicamente y a la busqueda del remojo del alma en alcohol y en lo que sea necesario. Los guiris, en manada y con ansias espirituosas se socializan rápidamente y convierten su hospitalidad en afectuosa y placentera. Así, no me es nada difícil hacerme con la primera panda que encuentro y ellos me aceptan como a uno de los suyos; ningún problema: en lugar de hablar balbucean a grito pelado y de este modo –sin necesidad de hablar idiomas- ellos creen, a piés juntillas, que pertenezco a su grupo; es más, están convencidos de que he venido con ellos desde Manchester o Dortmund o Turín.
La cosa no tiene ninguna dificultad: se trata de pasar entre siete u ocho horas ingeriendo cantidades enormes de sangría en todos los bares del barrio y, entre barra y barra, unas latas de cerveza servidas amablemente por los famosos “lateros”, impunes ellos, en plena calzada. Y ustedes se preguntarán: ¿y con tanto “bebercio”, orinamos? Pues sí señor: Miccionamos constantemente contra todos los portales que todavía no se han convertido en tavernas.
A las dos o tres horas del festival el griterío es universal, las carcajadas suenan a gloria y el ánimo muestra su valentía en todo su esplendor. Algunos vecinos se posicionan como molestos y los más atrevidos salen al balcón a censurarnos, momento que esperamos para enseñarles los gestos más obscenos que sabemos aplicar con brazos y manos y, en ocasiones, con algún otro órgano. Estos instantes son los mejores… ¡qué risa, tia Felisa! Los inquilinos más osados nos echan un cubo de agua fría sin saber lo bien que nos cae y lo mucho que se lo agradecemos; placer divino.
Hasta hace unos días, a eso de las cinco de la madrugada, les acompañaba a un lugar –en la misma calle- que bajo el epígrafes de “masajes lao-tse, open 24/24h” les daban un repaso y quedaban como nuevos, preparados para seguir bebiendo, cantando, riendo y gritando; pero este verano, por culpa de un periódico digital canalla – mallorquín para más señas- han cerrado el local; se ofrecían sesiones históricas de mamading, pero con mucha clase y distinción; nada de peritas en dulce como en Punta Ballena.
Total: ahora soy otra persona. Regreso muy borracho a casa, cosa que siempre había deseado; a causa de mis llegadas alegres mi mujer me ha abandonado, cosa que tambien siempre había deseado; mis vecinos me niegan el saludo, cosa que siempre había deseado porque son un coñazo; el trabajo me ha dejado, cosa que ni en mis mejores sueños podía imaginar. No tengo un puto duro pero gano millones de amigos y ellos, los amigos, europeos o no, pagan siempre mis tapitas y mi sangría: para qué necesito más alimentación.
Por las mañanas, eso sí, duermo hasta el mediodía, con un sueño quijotesco y viril. Cuando despierto me siento algo abstemio, sobre todo abstemio de alcohol.
Pero soy muy feliz.