Recuerdo que poco después de que L’Ajuntament de Palma cediera al Mallorca el uso de Son Moix, el mallorquinismo en masa y sus dirigentes en particular, encontraron excesivamente reducida su capacidad. Querían albergar hasta 30.000 mil espectadores cuando se quedaron en 23.200 plazas que, casi veinte años después, no se han ocupado nunca en su totalidad. Es más, el día que el equipo debutaba nada menos que en la Liga de Campeones, un 11 de septiembre ante el Arsenal, no se cubrió la mitad del aforo. La explicación más extendida fue que se habían producido los atentados de las Torres Gemelas de New York y la gente tenía miedo. En fin, en días menos señalados, ni el Real Madrid no el Barcelona lograron agotar las localidades.
Sería bueno que, antes de reedificar el Estadio Balear previa demolición, los responsables del Atlético Baleares piensen detenidamente hasta dónde quieren, piensan o pueden llegar. Si, se dirá que en partido de promoción de ascenso y con motivo de la visita del Lugo, entraron 10.000 almas, sin añadir cuántas de ellas accedieron mediante invitación porque solo en un afamado colegio de Calviá cayeron 50 de una tacada, entre otras muchas.
Uno de los grandes misterios del Mallorca ha sido no llegar a cuantificar con un mínimo de precisión el tamaño de su masa social. Los cálculos más fiables y recientes apuntaban a unas 8.000 personas. El señor Ingo Volkman y los miembros de la Junta Procampo deberían encargar un estudio en el mismo sentido porque la familia blanquiazul es aún más pequeña que la barralet y es más llamativo un campo lleno, que esos con las calvas a las que estamos acostumbrados, influencia de la televisión aparte. Y los tiempos en que en torno a un estadio de fútbol se construía y prosperaba una urbanización han pasado a la historia si nos atenemos a la sensibilidad que rodea a planteamientos semejantes.