La actualidad me rebasa, pero antes de hablar de la poca expectación que despierta el fútbol femenino o de que el Atlético Baleares haya decidido tropezar dos veces en la piedra de contratar a un entrenador de juveniles, no puedo resistir la tentación de interferir en la generalizada polémica desatada al no conceder validez a un gol de Messi en el campo del Valencia cuando la pelota había rebasado amplia y claramente la línea de meta.
Lo primero que hay que señalar es que quienes menos derecho tienen a quejarse de los arbitrajes son aquellos que más inciden en ello: el Real Madrid y el Barcelona. La repercusión mediática de los errores que les favorecen, casi siempre, o perjudica, mucho menos, influye sin la menor duda en el ánimo de los árbitros que les dirigen. Esta misma jugada en un Málaga-Alavés, por poner un ejemplo, no hubiera generado más de un telediario.
Particularmente soy partidario absoluto de las designaciones por sorteo puro y duro, pero mientras no sea así es un grave error enviar a Iglesias Villanueva, uno de los peores de primera división, a un partido entre el lider y el segundo clasificado de la liga. Hay nueve internacionales que se supone son los mejores y el gallego no está entre ellos ni por equivocación. Al contrario, compañeros suyos con menos años en la máxima categoría ya lucen el entorchado Fifa que él no ha visto en siete temporadas, mientras otros ya lo lucen con cuatro, cinco e incluso con dos. Si en lugar del Comité decidiera el bombo o el dado, como quieran, no lo harían peor. Pero Sánchez Arminio y su cofradía (Diaz Vega, Enriquez Negreira, López Nieto, etc) son tan pésimos que ni se ruborizan por ascender a jueces que el mismo año tienen que volver a bajar a Segunda.
En el mundillo arbitral español hay de todo, como en todas partes. El problema no está en los que pitan, sean mejores, regulares o malos, sino en sus jefes y en un sistema dominado por el canceroso binomio merengue y culé que emponzoña un campeonato permanentemente manipulado de principio a fin.