Conozco, relativamente bien, una parte substancial del territorio geográfico que ocupan los Estados Unidos de América, con la inclusión, además, de algunos estados que se hallan situados a miles de millas de la parte principal, tales como Alaska o Hawai o el Estado Libre Asociado de Puerto Rico, éste último bañado por el Caribe. En total, unos treinta estados, así a ojo.
He podido, por lo tanto, apercibirme de una serie de conocimientos acerca -no tan solo de los aspectos geográficos o naturales- del tipo de vida, su idiosincrasia, su manera de ver el mundo o su punto de vista en general. Y, con ese bagaje indiscutible, permítanme que generalice a tontas y a locas, sin miedo alguno a ser criminalizado por aquello del “no se puede generalizar” (por qué, no?).
Desde mi humilde punto de vista, los americanos (así les denominaré para simplificar, aunque ya sé perfectamente que el continente americano se extiende por tierras mucho más vastas), los del norte, vaya, poseen un elemento que les es substancial y que, a la vez, les define con una cierta precisión: el pragmatismo.
Dicho de otro modo, su modus vivendi se basa, principalmente, en el sentido práctico de la vida. Desde luego, por comparar (y no me vengan con aquello de que “las comparaciones son odiosas”) son millones de veces más prácticos que los europeos; no lo equiparo con África, Asia u Oceanía porqué me cae más lejos y, sobre todo, más ignoto.
El pragmatismo americano consiste, básicamente, en conocer los mecanismos que permiten al ser humano vivir la vida de la manera más confortable posible, es decir, con la máxima comodidad. Eso quiere decir, por ejemplo, en un caso concreto, que construyen un enorme aparcamiento antes que el edificio que lo acompañará, con
lo cual no se pasan media vida dando vueltas para intentar aparcar como sucede en Berlín o en Palma; o bien en habitar casitas pequeñas en grandes terrenos urbanizados, en el noventa por ciento del suelo americano.
Puede que ayude a comprender las ansias americanas por la vida cómoda, el hecho de no “disfrutar” de una Historia que revele que las desgracias son lo normal, que las guerras son inevitables y que odio y venganza son las banderas de la antigüedad. Claro que tienen Historia los americanos; lo que pasa es que, en general, entre unos y otros (me refiero a españoles o inmigrantes irlandeses) la borraron y, con este noble gesto, evitaron que los niños tuvieran que estudiar largas listas de batalladores, guerreros y reyes y, de paso, consiguieron hacer olvidar la tristeza de la Historia y las penalidades de sus antepasados. Como sucede con los habitantes de Madrid (que es España, tal como dice la señora Ayuso, personaje imprescindible en el momento actual), tambien en América es imposible conocer a alguien que tenga más de una generación empadronada en los USA. Los árboles genealógicos, allí, son de rama corta: casi arbustos o simples matas.
Con los antecedentes citados (junto con una deshinibición y un desparpajo que tumba de espaldas), los americanos van por la vida con muy poca vergüenza -lo digo sin mala intención, como algo positivo- y por eso son capaces de montar un show ya desde las aulas de los jardines de infancia.
Ahora bien, en medio de estas circunstancias, de vez en cuando se les va la olla y consiguen que un insano pueda alcanzar la cumbre política y administrativa, sin que se hunda el país ni la gente se suicide masivamente. O sea que, en el lugar de “lo más de”, resulta que setenta millones de personas (ahí va el dato curioso) crean firmemente que un pirado megalómano puede regir sus destinos.
Ahora sólo falta ver, como van a conseguir sacarlo de su madriguera sin que monte un pollo.
¡Veremos!