Es de todos conocido el contencioso prolongado y persistente de Turquía con sus ciudadanos kurdos y el recelo, cuando no hostilidad manifiesta, hacia los kurdos iraquíes y sirios.
En el momento de la desintegración del imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial, se consideró el establecimiento de un Kurdistán independiente, pero nunca llegó a materializarse y el territorio histórico poblado por los kurdos se repartió entre Irán, Irak, Siria y Turquía.
Desde ese momento los kurdos han protagonizado en cada uno de esos países levantamientos en demanda de independencia o autonomía, que han sido aplastados sin piedad por los gobiernos de turno. Especialmente sanguinarios fueron el bombardeo con gases letales de Sadam Hussein a varios pueblos del Kurdistán iraquí y la guerra declarada por la República Islámica de Irán contra los kurdos iraníes.
Pero el país con más población kurda es Turquía y con la aparición de la guerrilla del PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) en los años 80, la tensión entre el estado turco y los kurdos ha sido permanente. El PKK ha cometido, sin duda, actos terroristas, pero no es menos cierto que Turquía ha mantenido una durísima política de represión contra su población kurda, represión que ha incluido la prohibición de la enseñanza de la lengua kurda, de su uso en la administración pública, una diputada kurda en el parlamento de Ankara fue condenada a varios años de cárcel por dirigirse en kurdo a la cámara. Incluso se les ha negado su identidad, denominándolos “turcos de las montañas”, así como prohibiendo la imposición a los niños de nombres kurdos.
El ejército turco ha bombardeado sistemáticamente enclaves del PKK en el Kurdistán iraquí, pero también ha eliminado miles de pequeños pueblos y aldeas en el propio territorio turco, a fin de concentrar a la población kurda y poder tener un mejor control sobre ellos.
El presidente turco Erdogan, en su manifiesta deriva autoritaria, ha visto el conflicto de Siria como la oportunidad de crear un conflicto externo, un enemigo, para justificar ante la población turca sus indisimulados ataques a la libertad de expresión, a los derechos políticos y a los derechos humanos y ese enemigo es, quien si no, los kurdos.
Turquía ha jugado en la guerra de Siria un papel más que ambiguo, actuando en función de los intereses de su presidente y su gobierno islamista “moderado”. Hay indicios de que ha ayudado a financiar a Estado Islámico comprando su petróleo, de que ha consentido, si no participado directamente, el suministro de armas al EI y la mayoría de sus bombardeos militares han sido contra posiciones kurdas, no contra las del Califato.
Con el vergonzoso tratado que la UE ha firmado con Turquía para el control de refugiados, el gobierno de Ankara no solo consigue de Europa contrapartidas políticas injustificadas y una ingente cantidad de dinero, sino también el reconocimiento de potencia regional, una especie de intermediario entre Europa y Oriente Medio y las repúblicas turcófonas exsoviéticas del Asia Central, que le deja prácticamente las manos libres para iniciar, cuando lo crea conveniente, una represión a gran escala contra los kurdos sirios e iraquíes.
Y Europa, como siempre, mirará hacia otro lado.