Mi difunto señor padre -a quien todavía sigo guardando respeto y admiración a pesar de los años transcurridos desde su fallecimiento- me inculcó un determinado criterio en base a uno de los puntos esenciales del mundo civilizado. Opinaba, mi progenitor, que una de las diferencias sustanciales existentes entre un país civilizado y otro sin civilizar (o, mejor, por civilizar) consistía en que en uno del primer grupo la propia sociedad ejerce sobre la población una criba, un filtro natural del personal humano a través del cual se situa a la gente en el lugar que sociológicamente le corresponde según sus aptitudes, conocimientos e idoneidad.
Evidentemente -y por el efecto de lógica contraria- en un lugar por civilizar- todo el mundo, toda la gente accede a puestos de responsabilidad sin que el conjunto de la sociedad agrupada en la comunidad actúe de tamiz y provoque una cierta selección previa, lo cual produce unos efectos devastadores para la buena marcha del país. Cuando cito el vocablo “país” me estoy refiriendo a cualquier tipo de manifestación humana encuadrada en sus distintas sociedades, sean, éstas, de carácter privado o público. Me refiero a que las agrupaciones que forman el motor de cierta asociación son de una diversidad aclaparadora, conteniendo empresas, instituciones, asociaciones específicas como clubes de fútbol, academias profesionales y todo lo relacionado con funciones pólíticas u organizativas. Tanto vale la Real Academia de Medicina, como el ministerio de Fomento, como la estructura de un partido político, como el gobierno o la fiscalía o la justicia o un ateneo cultural o una asociación hotelera.
Llegados a este punto y siguiendo el hilo de mi discurso, parece quedar clara la diferenciación entre tipos de sociedad. Pero, por si acaso, intentaré rematar de manera más concisa la enjundia del razonamiento: en toda sociedad existen personas para todos los puestos de cualquier escalafón profesional. La cosa estriba en saber colocar a cada personalidad en un sitio que corresponda al servicio que puede ofrecer a la citada asociación. Por lo tanto, es cuestión decisiva y fundamental el hecho de que durante el desarrollo de construcción de cualquier sociedad no se puedan colar inéptos, incompetentes, inexpertos, inútiles, incapaces, torpes o tontos en el desarrollo de sus funciones. En el caso de que se pueda cometer esta grave disfunción el diagnóstico es complicado, sobre todo si no se ha previsto el suceso en cuestión.
En los países que llamamos civilizados, el conjunto de la sociedad -a través de normas de conducta previamente establecidas- frena las posibilidades de que un gilipollas (por decirlo finamente) pueda llegar a ocupar un cargo de responsabilidad en cualquier asociación o institución, principalmente de carácter público.
Como tengo a España, lamentablemente, en un país en el que lo mejor está por llegar (es decir, un país poco civilizado, eufemísticamente hablando), pasa lo que pasa: que, generalmente, ocupan puestos de responsabilidad gente muy poco preparada.
Un botones de hotel puede llegar a ser un gran botones (el mejor botones) y sin embargo -si le viene la manía de ascender- puede que alcance un pésimo nivel profesional ejerciendo de jefe de personal del mismo hotel; por no hablar de que podría llegar a ser -siguiendo la linea ascendente- el peor subdirector del citado establecimiento. Así, un buen secretario del Ateneo Cultural puede ser el peor presidente del Ateneo. Ahí está la cosa.
En España, uno ve a cantidad de cargos ejercentes con muy pocas posibilidades de atender correctamente a sus obligaciones profesionales. En política, cultura y deporte solo hace falta echar un vistazo a sus dirigentes.
Falta mucho para crear una criba adecuada. Y falta que el Señor ejerza su tamiz especial para conformar una sociedad con mejores criterios. Un freno, vamos; eso falta.
PS. Debo recalcar que el título de este artículo no me gusta. La palabra “tonto” no refleja, con exactitud el auténtico sentido de sus significado. No he encontrado otro vocablo. En catalán existe el término adecuado: ximple.