Todos contra la corrupción
jueves 27 de abril de 2017, 02:00h
Es del todo inadmisible que podamos siquiera plantearnos que algo tan lamentable y perverso como la corrupción deba ser aceptado como un simple fenómeno con el que nos vemos obligados a convivir, algo casi indisolublemente unido a la propia condición humana y natural en los tiempos que corren. No es de recibo que broten día tras día nuevos casos y que prácticamente nos hayamos insensibilizado ante lo que no deja de ser un auténtico drama. Cuando hablamos de corrupción, no solo se trata de condenar toda práctica consistente en la utilización de las funciones que uno desempeña en una organización pública o privada en provecho, económico o de otra índole, de unas determinadas personas; no se trata simplemente de vacunarnos contra conductas que quiebran los principios más elementales de la convivencia en sociedad; debemos también luchar contra esta pandemia de forma decidida y desde los más diversos ámbitos, sin descanso.
Para empezar, ni que decir tiene que todas las herramientas de que dispone el Estado de Derecho deben apuntar en esa dirección y castigar toda conducta punible que se lleve a cabo en ese terreno, tanto desde el ámbito público como desde el privado. Efectivamente, si bien es cierto que la corrupción tradicionalmente ha estado ligada a conductas de abuso de poder público del Estado para obtener una ventaja ilegítima en beneficio privado, es decir, a conductas de funcionarios dentro de la propia organización de la administración pública, no podemos negar que el fenómeno de la globalización ha acabado provocando que la corrupción en el sector privado de un Estado haya dejado de ser un asunto únicamente de carácter interno, para convertirse en un problema también transnacional, que precisa también de una imprescindible acción conjunta de todos los Estados. En este sentido, por supuesto que nuestro Código Penal tipifica conductas tales como el cohecho, la malversación, los fraudes y exacciones ilegales, las negociaciones y actividades prohibidas a los funcionarios públicos o los abusos en el ejercicio de su función, los sobornos, los delitos en la financiación de partidos políticos, el blanqueo de capitales o los delitos de corrupción entre particulares. De hecho, el goteo incesante de nuevos implicados, de todos los colores posibles, en los más variopintos casos y a lo largo y ancho de nuestra geografía, nos permiten apreciar cómo el ordenamiento jurídico responde contundente ante el desafío, siempre respetando la ineludible y más que necesaria presunción de inocencia.
Pero no debemos quedarnos ahí. Seguimos sin ser conscientes del verdadero alcance de los daños que se derivan de la corrupción. No nos engañemos, la corrupción no es más que un síntoma de la gran crisis de valores que nos viene acompañando desde finales del siglo pasado. Cuántas veces se critican las actuaciones de los investigados, procesados o condenados pero la reflexión culmina con un…”¡habría que verse en su situación!” o “¡para que se lo lleven otros!”… Poco más que añadir. Estamos ante un serio problema que va más allá de conductas individuales y que parece contaminarlo todo. Pero ¿qué podemos esperar de una sociedad en que tener es más importante que ser? ¿Qué vamos a ver en un escenario en que los objetivos a alcanzar parecen ser la necesidad de reconocimiento, el afán de poder y el parecerse a otras personas que, supuestamente, están por encima de ti, sin ninguna necesidad real de que eso sea así? ¿Pero qué diantre pretendemos encontrar en un mundo en que se presta más atención a una organización, a un ente o a una empresa, que a los individuos?
Es muy duro, pero es muy real. Mientras se premie al que llega más alto sin importar lo más mínimo cómo ha llegado, nada cambiará; mientras se incentive la consecución de objetivos sin caer en la cuenta de si para lograrlos se ha estafado, robado o engañado, seguiremos por este perverso camino; si no somos capaces de adivinar que encima de toda organización, de todo instrumento, de toda empresa, de toda entidad y de toda administración, están las personas, poco podemos mejorar. Se trata de una labor en la que todos tenemos mucho que decir: desde nuestro puesto de trabajo, desde nuestra responsabilidad y, como no puede ser de otro modo, desde nuestra familia, con la educación de nuestros hijos. Ellos son los primeros que deben llevar grabado a fuego los valores que les hagan entender que antes que profesionales de prestigio y gran reconocimiento, antes que seres poderosos desposeídos de tiempo, deben orientar su vida a ser buenas personas. Así de fácil…y de difícil… sin olvidar que contra la corrupción debemos luchar todos, de forma decidida y sin ambages. Y no cesar en el intento, no rendirnos, no bajar los brazos ni conformarnos pues, como bien señala la cantante y activista Joan Baez, “si no peleas para acabar con la corrupción y la podredumbre, acabarás formando parte de ella”.