Un sentimiento de gran alivo se mece, esponjosamente, en mi fuero interno. Mi cerebro no imaginaba que esto pudiera suceder tan de inmediato, pero sí, lo que tenía que suceder, tarde o temprano, ya ha acontecido. Los muchachotes y muchachotas del partido político autotitulado Podemos ya andan a la greña entre ellos. Las disputas por el poder en la citada organización se han transparentado y aparecen, a mansalva, en los titulares de los medios de comunicación. El ya clásico “¡sí se puede!” alcanza de lleno a la convicción de que “¡sí, ya podemos guerrearnos!”. Creo que los mortales estamos en condiciones de alegrarnos de que la más pura de las realidades, la pelea interna, haya salpicado a los mozalbetes, pollos ellos (y ellas, aunque quede feo convertir el substantivo al género femenino), que sostienen la élite de esta camarilla politicofestiva tan reivindicativa, farolera y antitodo o casi todo. Lo de alegrarnos no lo he escrito con saña alguna; más bien he querido reflejar un estado de ánimo que surge al observar como las cosas de la gestión política vuelven a su cauce. Cualquier estructura destinada a la administración de un puñado de votos que se precie debe tener, por lógica, sus chipas de discrepancias, rivalidades varias y, si me apuran, hasta de puñetazos verbales si se tercia. Sin el sidral consecuente, un partido ni es político ni es partido. Ahora -en estas nuevas circunstancias- Podemos entra en la esencia de la naturalidad social. Quizás podrían haber esperado unos meses más, pero lo hecho hecho está y, cuanto antes mejor.
La implacable lucha por ostentar el poder, el auténtico poder, el control de los intríngulis de la organización, el meollo de la comunicación interna y externa y, en definitiva, las riendas del chollo (silencios incluidos) se ha instalado en la cumbre de las filas podemitas. Los señoritos Pablo Iglesias e Íñigo Errejón se están tirando de los pelos para intentar ocupar el trono de su entidad y el dominio sobre sus virreyes mareados, comunes y otras lindezas semánticas. Es lo que tiene cualquier institución controlada, aparentemente, por lo que ellos denominan “las bases”, es decir, el votante raso, sin insignias ni medallas, sin más privilegios que los de creer que se está gobernando algo sin que, de verdad, se gobierne nada; un pueblo con voz y sordina: un cuento chino; finalmente, un caos de voces, risas y gruñidos que dificultan la agilidad que comporta la representación escalonada.
Un servidor de ustedes no es simpatizante, militante ni mucho menos votante de Podemos; ¡Dios me libre! De todos modos, las argucias de los mancebos y mancebas podemitas, en ciertas ocasiones, consiguen sonreírme y, a veces, hasta sorprenderme aunque, con el tiempo, alguna de las excentricidades y extravagancias de sus dirigentes pierden valor y se convierten en un déjà vu que frena su originalidad y aburren como un loro mudo.
Aun no perteneciendo a dicho partido, me permitiré confesarles que mantengo una especial simpatía por uno de los dos contendientes en liza. Mi elección es puramente azarosa y obedece a causas que no superan la fase epidérmica. Es una opinión, la mía, de lavadero público, de peluquería o de taberna rancia. Me inclino por la subsistencia de Íñigo Errejón; miren ustedes, no sé, a Iglesias lo veo como muy chuleta, como demasiado echado “pa'lante”; no me apetece su sonrisa, ni su coleta colgante, ni sus camisas fuera de sus calzones, ni sus mochilas, ni sus ojos desafiantes de Marat. Por contra, al espabilado Errejón le encuentro más gracias: al chaval se le ve limpio (como recién bañado, más que duchado), peina los pelos justos, sus ligeros mofletes me inspiran confianza, sus movimientos corporales me parecen acompasados y equilibrados y sus gafas me transmiten una cierta serenidad y buena fe. Además, y disculpen mi atrevimiento, habla catalán con fluidez.
Mientras se pelean y se guillotinan dejan de emitir convicciones políticas y esto, la verdad, se agradece; al menos, momentáneamente.