Tahures políticos

Cuando el martes publique el BOE la disolución de las Cortes Generales, será la primera vez en nuestra historia reciente que el Jefe del Estado decreta el final de una legislatura, sin la previa deliberación del Consejo de Ministros.

Tan solo han transcurrido 27 semanas desde aquel último lunes de octubre, en la que se convocaron las undécimas elecciones al Congreso y al Senado, más caras y con menor trascendencia de la democracia. Una gran paradoja, si nos atenemos a la esperanza de regeneración y consenso que pronosticaba el fin del bipartidismo. Ni las encuestas, ni los buenos augurios que deparaba el destino político de España, han soportado la implacable realidad con la que hemos convivido estos últimos meses. Pero no hemos puesto fin a la pesadilla, porque hasta el 26 de junio, si no más, seguiremos sufriendo las descalificaciones y reproches mutuos de unos partidos que siguen invitando a la desafección y al absentismo. Todos los líderes señalan al adversario como el causante del desgobierno, cuando solo nos debería interesar qué hubiera hecho como Presidente al día siguiente de lograr la investidura, cómo administró cada uno su minoría para alcanzar sus objetivos y hasta dónde fue leal al mandato de las urnas.

Hasta hace un bienio, el debate se limitaba a dos formas de priorizar los recursos públicos, pero Murphy tenía razón también con esto y en solo medio año el deseo de consenso y de armonía entre los dirigentes de distintas sensibilidades ha quedado hecha añicos y la contienda por ejercer la primacía en cada hemisferio ha logrado el indeseado efecto de que la frustración haya ido en aumento y solo la decepción ha ganado adeptos. La batalla del relato es importante cuando se trata de explicar lo que nadie ha entendido y es que el tablero de ajedrez pareció de parchís por un momento, al sentarse cuatro a la mesa, pero dos de ellos solo esperaban volver a cambiar las fichas de colores por blancas y negras, pero con jugadores nuevos. Esa estrategia de sustitución condenó al PSOE y a Ciudadanos, forzando al pacto entre quien necesita el poder para sobrevivir y el que gana con el desgaste de quien lo ha ejercido, mientras los otros dos esperaban pacientes que llegue su momento.

No es fácil adivinar lo que nos deparará el futuro político, ya que será una tarea ardua para los Populares liberarse del peso de la corrupción y de haber capitalizado las inquinas de todos, si pretenden ganar el crédito suficiente para seguir en la Moncloa, pero más comprometido está el futuro del PSOE si la alianza del resto de la izquierda cumple su objetivo, porque el castigo por ser ambidiestros sin disimulo será tener que optar por ser cómplice necesario de uno de sus dos adversarios. Tampoco será un paseo militar para la formación naranja, cuando han demostrado que pueden interpretar muy libremente lo que Genovés pintó en “El abrazo”, como expresión de lo que ahora le demandaban sus afiliados. Podemos y sus confluencias, incluida Izquierda Unida, son los que tienen poco que perder y pueden ganar el gobierno de España o el liderazgo en la oposición, por lo que su facilidad para remontar en las encuestas y su aparente inmunidad a la crítica pueden hacernos añorar el esperpento escenificado durante este último episodio, afortunadamente finiquitado.

Con lo necesaria que es una recuperación de los valores perdidos, qué pena da que la clase política haya dilapidado un capital de confianza, tan altruista como el que habían depositado en ella quienes aún creen que la democracia es la menos mala de las reglas de juego. Habría sido tan bienvenida la recuperación de la coherencia, la honestidad y la ecuanimidad para alabar o reprobar un acto, sin tener en cuenta si son responsables tus filas o las de tu enemigo, que no puedo ocultar una amarga tristeza al pensar lo poco que ha durado la nueva política y cómo hemos malgastado nuestro tiempo y el dinero que no tenemos.

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