EMILIO ARTEAGA. Hace unos días conocimos la noticia de la intoxicación de una sesentena larga de personas tras haber comido en el restaurante Noma de Copenhague, considerado el mejor del mundo por la revista Restaurant Magazine los tres últimos años. La intoxicación se produjo a mediados de febrero, durante cuatro o cinco días, con síntomas como vómitos y diarreas. Según informes de las autoridades sanitarias danesas la causa ha sido una infección por norovirus, debida probablemente a contaminación de la comida por algún empleado de la cocina, cuya diseminación fue favorecida por ciertas deficiencias de las instalaciones y de los protocolos de higiene y limpieza. Los norovirus, también conocidos antes como virus Norwalk y similares, son una de las causas más frecuentes de toxiinfecciones alimentarias en algunos países desarrollados, especialmente en casos de brotes epidémicos relacionados con comedores públicos, como residencias, campamentos, cuarteles, hospitales, prisiones, etc. Un eco especial han tenido en la prensa en los últimos años algunos brotes ocurridos en cruceros vacacionales. Este mismo virus fue el causante de otra intoxicación acaecida hace unos tres años en el restaurante inglés The Fat Duck, ubicado en la campiña británica al oeste de Londres y también considerado uno de los mejores del mundo. En este caso el brote se asoció al consumo de marisco contaminado, también probablemente por algún trabajador infectado y provocó el cierre del restaurante durante un par de semanas, para realizar una completa limpieza, así como una revisión a fondo de los protocolos higiénicos del trabajo en la cocina.
Las infecciones provocadas por alimentos o agua contaminados han acompañado a la especie humana desde que aparecimos como especie y han sido una de las causas principales de enfermedad y muerte, y en muchas zonas del mundo continúan siendo un problema sanitario gravísimo, y si bien es cierto que en los países desarrollados hemos conseguido reducir, que no eliminar, su incidencia, casos como los mencionados indican que el peligro está siempre presente y que cualquier relajación en las medidas y protocolos higiénicos puede tener consecuencias muy desagradables.
Pero las infecciones y toxiinfecciones vehiculizadas por la ingesta de alimentos o agua contaminados por gérmenes, virus y parásitos no es el único peligro que puede provenir de lo que comemos y bebemos. Las intolerancias, como la celiaquía o la intolerancia a la lactosa y las alergias afectan a un porcentaje cada vez mayor de la población y es especialmente preocupante su incremento en la población infantil y adolescente, obligando a muchas familias a una vigilancia muy estricta de los alimentos que consumen, así como a un gasto adicional que supone un fuerte impacto negativo para la economía doméstica.
Y existe otro enemigo al que quizás no estemos prestando la atención que deberíamos, que es de la presencia de productos tóxicos y venenosos en los alimentos. Es relativamente bien conocida, por ejemplo, la acumulación de mercurio por algunos peces, especialmente los atunes y algunos otros peces grasos pelágicos de vida larga, (cuanto más tiempo de vida mayor acumulación del tóxico), que ha hecho que algunas sociedades médicas en algunos países recomienden que embrazadas y niños, entre otros grupos de población, se abstengan de consumir este tipo de pescado. También la acumulación de pesticidas, herbicidas y otros contaminantes en alimentos de diversos tipos. Pero quizás no estemos suficientemente atentos a un hecho que viene desarrollándose desde hace años de forma inadvertida para el gran público y cuyas consecuencias no están siendo evaluadas adecuadamente. Desde finales del siglo XIX hemos venido introduciendo en los productos que consumimos, alimentos y cosméticos sobre todo, productos químicos de síntesis. Esta invasión química se ha acelerado después de la segunda guerra mundial, con el desarrollo de procesos químicos de procesado y la adición de miles de substancias, cuyos efectos en la mayoría de los casos no han sido evaluados adecuadamente, ni tampoco las consecuencias a largo plazo de su consumo y acumulación.
La periodista francesa Marie-Monique Robin ha publicado un libro, “Nuestro veneno cotidiano”, editado en España hace alrededor de un año, en el que hace una exposición muy documentada del tema y una crítica al sistema de evaluación del riesgo de las agencias de seguridad alimentaria, que se basa en el principio de la ingesta diaria admisible, IDA, que significa que podemos ingerir cada día una cierta cantidad de una substancia sin por ello caer enfermos. Este sistema, sin embargo, no tiene en cuenta la posible acumulación de efectos de múltiples substancias ingeridas simultáneamente, cada una de ellas en cantidades inferiores a la IDA, así como tampoco los posibles efectos que muchos productos pueden tener incluso a dosis mínimas, muy inferiores a la IDA. En este sentido, la autora expone el problema de los denominados “pertubadores endocrinos”, hormonas de síntesis que pueden imitar los efectos de las hormonas naturales, con efectos especialmente perjudiciales en personas en determinadas situaciones fisiológicas.
Deberíamos exigir a nuestros gobernantes y políticos acciones legislativas y ejecutivas más enérgicas encaminadas al control, y en su caso eliminación, del uso de muchas de estas substancias y adoptar políticas mucho más restrictivas en la aprobación de la introducción de nuevas moléculas antes de tener la plena seguridad de su inocuidad para nuestra salud.