Si te dicen que caí...

Si te dicen que caí es una magnífica novela de Juan Marsé, publicada en México en 1973 por la editorial Novaro. Se trata de una crónica narrada por distintas voces sobre la Barcelona de la postguerra (hacia 1944), en la que dos pandillas de jóvenes se enfrentan a la dura realidad desde ópticas contrapuestas y hasta contradictorias. La novela ganó el 1er Premio Internacional de Novela México.

Pero no, no se me asusten. No les voy a plantar una crítica literaria que, en estas páginas volátiles, no vendría a cuento; ni tan solo a novela. El que se cayó fui mí; o, mejor dicho, yo. Lo siento pero este artículo me lo brindo y dedico a mí mismo, o sea, a un servidor de ustedes. Mi intención es guardar un breve recuerdo de un incidente-accidente que -a mi edad- podría haber tenido graves consecuencias. Por fortuna, puedo escribir estas letras, lo cual indica que podría estar peor.

Iba yo andando a paso rápido, con una velocidad superior al habitual paseo pero sin llegar a tener las dos patas a la vez elevadas por encima del suelo; vamos, lo que se llama correr. Tenía una cita a la hora del Ángelus y -por motivos que ahora no vienen al caso- llegaba con un cierto retraso. Por eso apreté la marcha de modo substancial. Me estaba acercando al lugar de encuentro, no del suelo sino de la cita. Tenía en el bolsillo un aparatito de radio y mis correspondientes auriculares pegados a mi pabellón auditivo. El dial estaba situado en la emisora MelodiaFM y por ella sonaba una canción de David Bowie; no me pregunten cuál.

Ahora, si no les importa, voy a cambiar el tiempo verbal del relato y me voy a pasar al presente histórico, que por eso alguien lo inventó algún día. No me pregunten quién.

Me hallo en la turística ciudad de Barcelona, ciudad de ferias y congresos y muchas otras cosas como, por ejemplo, atentados terroristas, manifestaciones masivas y, cuando escribo esto, centro de búsquedas de papeletas y urnas para el referéndum secesionista (para la caverna mediática) o independentista (según los propios independentistas). Atravieso el cruce más emblemático de la Ciudad Condal: Paseo de Gracia con Diagonal, antes llamada -sólo oficialmente- Avenida del Generalísimo Franco, cuyos descendientes siguen disfrutando del Pazo de Meirás. Justo al acabar de cruzar, algo hace tambalear mi cuerpo, me da un meneo de no te menees y me lanza -angelicalmente- por los aires; o por el aire, que no se movía ni una hoja. Algo me desequilibra. No me pregunten qué. Durante el vuelo, dejo de prestar atención al bueno de David Bowie y mi mente se traslada -a velocidad de crucero- al punto más profundo de mi cerebro con la intención de calibrar las consecuencias del desenlace. Mis neuronas me elaboran una serie de pensamientos fugaces y precisos y me sueltan -como quien no quiere la cosa- un breve comunicado como resultado de sus pesquisas: “negativo; nada bueno se puede esperar de la hostia que se avecina; no hay vuelta atrás; no hay remedio; nada que hacer; no reces, no vale la pena; no des un repaso a tu vida, no te dará tiempo y sólo recordarás aspectos negativos”. Pasado este segundo y medio de conexión en vivo y en directo con mi intelecto, me queda, únicamente, medio segundo escaso para estudiar la mejor forma para llegar al asfalto. Intento aprovechar al máximo este medio segundo -que no es mucho- estudiando concienzudamente, aunque un poco a trancas y barrancas, como es natural, algunos movimientos, sobre todo de brazos, que puedan aterciopelar mi beso en el suelo. Pienso -esto lo recuerdo a la perfección- en el Papa de Roma cuando baja de la escalerilla del avión papal y besa el suelo de la pista. Tengo por seguro que mi flexión será algo menos que la del Sumo Pontífice y dejo, inmediatamente, esta imagen por absurda y ridícula. No me queda nada de tiempo; la castaña es inminente. Me da, todavía, una micra de segundo para decidir que voy a aterrizar por la izquierda. (Cuando me pegué una leche colosal, persiguiendo una cabra por el monte, realicé esta operación y funcionó). Preparo mi brazo izquierdo ya que soy diestro y necesito la derecha para muchos menesteres. Y llega el momento: veo mi descenso fatídico y dudo si es el suelo que se viene a mí o yo al suelo. Ya da igual. Porrazo de campeonato. Soy consciente de que la parca no se ha llevado mi pellejo: sigo vivito, pero sin colear demasiado. Abro los ojos y veo a una legión de pueblo que -por todas direcciones- acude a mi auxilio con avidez de ayuda. Me siento avergonzado y me sonrojo por estar dando un espectáculo tan lamentable. El vulgo se apretuja para intentar solucionar el conflicto. Observo sus caras y les veo preocupados. Hablan por los codos, que a ellos todavía les rigen. Me levantan un señor con años a cuestas (a quien pienso si le tendré que ayudar a volverse a enderezar) y un joven de tejanos ajironados, piercings en las orejas y mirada vacía. Me estabilizo y siento unas punzadas evidentes en el costillar (izquierdo, claro), el brazo (izquierdo, claro) y el muslo (izquierdo también). Cuando el pueblo se percata de mi bienestar general, ahueca el ala con la misma diligencia con la que acudieron en mi auxilio.

Lo demás carece de importancia: llego a la cita un pelín desquiciado y me subo con mi cita querida a un taxi que me lleva de urgencias. Nou Camp: mis urgencias estaban dentro del recinto futbolístico. Radiografías y tal y cual. Nada roto. Hematomas fuertes, antiinflamatorios y analgésicos opiáceos. Quietud.

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