Aunque resulte osado, me veo capaz de afirmar que, a lo largo de nuestra vida, podemos prepararnos con relativa solvencia para la mayor parte de circunstancias que pueden ir presentándose en nuestro camino, dejando al margen contadísimas excepciones. Pues bien, sin temor a equivocarme, convendrán conmigo en que una de esas excepciones viene dada por el nacimiento de un hijo. Efectivamente, cuando todo parece controlado, cuando se tiene esa sensación de estar a lomos de tu propia vida y se mira el mundo con cierta arrogancia, fruto del desconocimiento derivado de una insultante juventud, de pronto, en un segundo, todo cambia, se da la vuelta y nunca vuelve a ser igual…nunca más…
No albergo dudas. La vida es cambio, evolución, lucha, éxito, fracaso, victoria, derrota, miedo y superación pues, en caso contrario, qué sentido tendría. Pero eso sí, todo eso queda elevado a la máxima potencia cuando llega ese pequeño ser de no más de cincuenta centímetros que, sin mediar palabra, lo dice todo. Recuerdo como si fuera ayer el nacimiento de nuestros peques. Recuerdo perfectamente la total y abrumadora admiración que sentí (y que todavía siento) hacia mi santa esposa, una valiente, una persona excepcional. Recuerdo que, una vez instalados en la habitación del hospital, de pronto, se abrió la puerta y ahí estaba. Lo que se experimenta en ese momento es el más total y absoluto amor. Nada puede siquiera acercarse a describir esa sensación de felicidad. Hay que vivirlo.
Y desde ese momento, la vida cambia para siempre. En ese preciso instante nos damos cuenta de que comienza la mayor de las aventuras que podemos llegar a afrontar y que, contra lo que pudiera pensarse, y aun sabiéndonos poco preparados, gustosos asumimos el riesgo. Claro que se duerme poco, se sufre mucho, se cambian los hábitos y la rutina la marcan los pequeños de la casa…pero todo, absolutamente todo, merece la pena. Y ello es así desde el momento en que nacen, desde ese primer instante en que asoma su carita y no puedes imaginar nada más hermoso. El “yo” queda desterrado para siempre, ya no somos el centro del universo, y sin que nadie lo pregunte sabemos que lo daríamos todo, absolutamente todo, sin dudarlo un solo instante, por ellos.
Hay polémica sobre si continuar celebrando el Día del Padre y el Día de la Madre. Personalmente, no veo mal que pueda instaurarse también un Día de la Familia pero, del mismo modo, no veo necesario eliminar a padres y madres, de un plumazo. Se puede celebrar todo y no creo que se hieran sensibilidades si seguimos manteniendo unos días que bien pueden ser de celebración y también de recuerdo. Al fin y al cabo, la vida es también pérdida, memoria y respeto por los demás. En ese sentido, es cierto que el lunes, mis hijos, me entregaron un regalo… pero también me lo entregaron antes de ayer, ayer, hoy y espero que mañana hagan lo propio. Cada noche, ese último abrazo y ese maravilloso “te quiero” que susurran ya con las luces apagadas…da sentido a todo. Las discusiones se olvidan, de los encontronazos aprendemos y, en muchas ocasiones, aunque acabemos su madre y yo hablando sobre lo que nos preocupa de sus comportamientos, actitudes y formas de ser…no dejamos de sonreir. Ese “te quiero” nos da toda la fuerza para seguir adelante, nos permite decirnos que también hacemos alguna cosa bien y que debemos continuar trabajando para dejar en este mundo dos maravillosas personas mucho más capaces y mejores que nosotros. Luego cada uno elegirá su camino, su concreta manera de vivir su vida, pero de nosotros depende hacerles entrega del mayor número de herramientas posibles, para que, desde su libertad, y teniendo en cuenta unos determinados valores que para nosotros son importantes, ellos puedan elegir.
Como he dicho al comenzar estas líneas, nada más apasionante que convertirnos en guías de aquello que más queremos, de aquello que más significa para nosotros, aun a sabiendas de que en algún momento sus vidas serán solo suyas, tomarán sus decisiones y decidirán qué rumbo seguir. Pero incluso en esos momentos, que por otra parte espero todavía lejanos, recordaré aquel instante, cuando se abrió la puerta de la habitación del hospital y asomó esa cunita…aquel mágico momento que Gabriel García Márquez no pudo describir mejor: “Cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado para siempre".
Inés y Luis…os quiero…os queremos con todo nuestro corazón. Vosotros sois el mayor regalo.