No me negarán ustedes (y si me lo niegan me es completamente indistinto porqué nunca me voy a enterar, ¡jeje!) que el mes de septiembre, el titulado mes “nueve”, es un período de tiempo en el cual las cosas se suceden de manera “chiripitifláutica”: las vacaciones se terminan y, por lo tanto, psicológicamente, el follón mental se acentúa al verse atrapado entre la arena de la playa, la puta sangría, las desavenencias conyugales -tan de agosto-, los atascos de la autopista, la vuelta a la ciudad y el regreso al trabajo con jefes de departamento imbéciles incluidos, etc; el tiempo meteorológico actúa en consecuencia y, por lo tanto, vuelve loco al personal “urbanita” que creía, sinceramente, que el tiempo seco y soleado llegaría hasta Navidad y se mete a llover cuando le sale de los bemoles, sin respetar horarios o citas de negocios; los periódicos pasan de tener cinco páginas de sucesos a quinientas de mala política (es la que hay...) y los articulistas de pago por interés se mecen en columpios de predicciones falsas o, bien mirado, alejadas de la realidad, lo que ahora se viene en llamar fake news o bien “relatos” manipulados”; la luz de día se acorta y las tinieblas nocturnas ocultan las debilidades humanas y, por consiguiente (como decía el “noble” Felipe González) las fechorías pasan más desapercibidas; las televisiones penetran en los cerebros hogareños con nuevos proyectos que “brindan” a los telespectadores de moral floja y desapacible; la temperatura desciende lentamente, al mismo ritmo en que vuelven los calcetines y se aleja uno de los símbolos más decadentes de la civilización, la sandalia (por mucho que las utilizaran griegos y romanos que, precisamente las usaban por falta de cultura); abren las escuelas y un tropel de infantes deslenguados y chillones acaparan la vía pública al entrar y salir de sus escuelas, en las que padres, madres, abuelos, abuelas y nurses esperan y establecen relaciones de muy difícil calificación; los amores fugaces forjados a base de gin-tónics y calor se desvanecen al mismo tiempo que las flores cultivadas con amor verdadero desde mayo fallecen y las hojas de un verde cálido se convierten en hojarasca que el viento arrastra hacia la nada; el fútbol arranca de nuevo y convierte las pasiones en la nueva cultura popular, mientras que la política deviene una falsa religión que, una vez más, se alza en el nuevo altar de la fraseología y la estulticia humana; las frutas veraniegas olvidan su condición netamente femeninas y se convierten en nueces, avellanas, y los denominados frutos secos; las lecturas veraniegas (best sellers, como estandartes de una literatura fabricada comercialmente) se substituyen por pensamientos sobre las próximas vacaciones... y así, todo.
En septiembre, los muertos esperan el frío para morirse y llenar las necrológicas de gripe y edades avanzadas.
Septiembre es gris; un gris sin matices como los buenos grises. La ternura avanza hacia una nostalgia sin marcha atrás. La primavera y el verano alcanzan una madurez decrépita y atiborrada de altibajos: ¡como para seguir viviendo sin demasiadas concesiones a la alegría y el desenfreno!
Afortunadamente, lo grisáceo y triste del mes sin enjundia propia, se termina en un treinta y no más y -a través de la globalización que engulle las identidades tradicionales- aparecen las primeras chispas de un inmediato (cada vez más) ciclo navideño, que no rememora ningún valor humano o humanístico, si no que añade colmillos al consumo más salvaje (síntoma de un capitalismo en el que la regla básica es diferenciar los más pobres de los más ricos, siendo los pobres los más ilusionados) y consigue, a base de lucecitas de colores, hacer olvidar aquello más tenebroso de la vida que es la muerte.
El 10 de noviembre del 2019, elecciones generales.
¿Lo ven?