Hace unos días, una niñita de unos cinco años que paseaba con su madre por la zona de Pere Garau expresó con dos únicas palabras su profundo malestar. «Estoy cabreada», dijo, y siguió andando luego en silencio. Así, tal cual. No dijo que estuviera molesta, ni disgustada, ni indignada, sino exactamente lo que ustedes acaban de leer.
El motivo último del desasosiego personal de esa niñita ya no llegaremos a conocerlo nunca. No podremos saber si estaba motivado por la implantación de la LOMLOE, por un posible primer desengaño sentimental —siempre suelen ser los más dolorosos—, por la reducción de su paga semanal para chuches o por la situación del mundo en general.
Tampoco podremos saber el motivo por el que utilizó esa forma verbal concreta en lugar de otras quizás algo más suaves, aunque podamos intuir que antes de emplearla la había escuchado ya con una cierta frecuencia y que además conocía bastante bien su posible significado, que presumiblemente no aprendió en sus clases de Preescolar.
La única conclusión a la que llegué fue que si alguien con cinco añitos ya puede sentirse así, no debería de extrañarnos que muchos adultos se sientan hoy igual y lo expresen con frases parecidas o incluso algo más contundentes; unas frases que seguramente no desentonarían demasiado en una obra como por ejemplo El libro de las palabrotas.
En mi caso, no recuerdo haberme sentido nunca así a esa misma edad. O quizás sólo fuera que ya desde niño me costó siempre mucho decir en público según qué palabras. A lo más que llegaba era a decir «cáspita» o «recórcholis» cuando estaba algo molesto, o «mecachis en la mar» o «jolines» cuando estaba ya realmente muy enfadado.
Mis compañeros de clase solían utilizar, en cambio, otro tipo de expresiones, que seguramente sea mejor no reproducir en esta columna, pensada inicialmente para todos los públicos. En cuanto a mis amigos de ahora, suelen ser más comedidos en el uso del lenguaje, salvo quizás cuando hablan de determinadas controversias políticas o arbitrales.
Por mi parte, sigo intentando no perder nunca la compostura verbal, a pesar de que casi todos tengamos hoy motivos para estar algo más quejosos que de costumbre. De momento, pese a la crisis, continúo manteniéndome en el «recórcholis», pero viendo cómo va hoy todo, me temo que pasar al «jolines» sea ya sólo mera cuestión de tiempo.