Es prudencial y honorable dejar un poco de tiempo entre el momento en el que uno acaba de ver una película y el momento en el que se decide a comentarla más o menos en serio. Costumbres sanas aparte, Birdman (Alejandro González Iñárritu, 2014) es de lo mejor que ha llegado a las carteleras de la isla este invierno. Un acertado juego de espejos que juguetea constantemente con la cuarta pared cuando no decide romperla violentamente.
La lucha de Riggan Thomson contra su ego no deja de ser la de Michael Keaton contra Batman. Esta es la más evidente de una serie de notas argumentales – la fama de Edward Norton como actor de método brillante pero insoportable –que dibujan un paisaje bizarro y vibrante. Camuflada como un falso plano secuencia de dos horas y media, Birdman le deja a uno confuso después de un primer visionado pero con la satisfactoria sensación de haber visto cine en mayúsculas.
Mención aparte requiere la banda sonora, compuesta casi en su totalidad por una serie de fraseos y ritmos free jazz interpretados por el baterista Antonio Sánchez. Como músico, uno no puede dejar de sorprenderse del potencial melódico y dramático de este experimento. Birdman es una película rara. Eso es así. Habrá quien salga de la sala lamentando haber malgastado el dinero.
Está bien, todo el mundo se equivoca de vez en cuando. Dejando las bromas de lado, lo nuevo de Iñárritu es extremadamente fresco y recomendable. Siempre es divertido ver como el director deja la cámara rodando. En Birdman los ojos del espectador persiguen a los actores por los pasillos y camerinos del teatro de Broadway en el que se desarrolla la historia y es muy difícil no sentirse vivo en la oscura comodidad de las butacas de la sala. ¡Levantémonos una vez más y demostrémosles de lo que somos capaces!