¿Quién se resiste a la tentación de sentirse dios?, ¿quién no cae en la tentación al conseguir lo que nadie logra?. Dícese de Roger Federer que al nacer ya era jugador de tenis o vino al mundo con una raqueta bajo el brazo en lugar de un pan. Nadie ha dicho aún de qué pasta está hecho Rafael Nadal a quien nunca han debido sacar fuera de la pista. Es allí, sobre el polvo de arcilla, donde brillan todas sus virtudes: constancia, orgullo, carácter, humildad, cerebro, velocidad, sacrificio. No le hace falta, ni favor, sentarse en el palco del Santiago Bernabéu, ni presumir de amistades peligrosas. No necesita apellido porque su pedigrí no viene de cuna, sino del alma. No ha heredado título nobiliario, porque su nobleza es intrínseca. Y todo esto se manifiesta siempre en el mismo escenario: una pista de tenis; si es de tierra batida mejor, porque allí no es el rey sino emperador.
Es preciso ser muy bueno, destacar al límite de lo humano para que Francia reconozca un talento ajeno. Al fin se han rendido inevitablemente al mallorquín, del que renegaron más de una vez y al que quisieron ver derrotado en más de una de las diez finales de Roland Garros que ha ganado. La última incluso sin emoción, ni suspense. Wawrinka, que no es moco de pavo, fue literalmente barrido en una de las citas más demoledoras protagonizadas por el isleño al que Manacor, siendo grande, se le queda pequeño. Nos deja con la duda de saber cómo se ve el mundo desde el olimpo. Hay alturas que producen vértigo y el vértigo, mareo. Pero solo pierden la perspectiva los mediocres, aquellos que creen poder abrazar la deidad sin superar ningún examen. Frecuente error en el que Rafa no ha incurrido ni lo hará porque a este galgo no le viene precisamente de casta, sino que la ha creado.
