Un equipo de televisión entra en una casa que ha sido, recientemente, objeto de un robo. La presentadora del programa establece una conversación con el ama de casa, la víctima del latrocinio.
- Y dígame usted, señora: ¿qué sintió cuando entró en su domicilio y se encontró el interior patas arriba, con todo revuelto y con valiosas pérdidas económicas?
- Pues mire, la verdad: rabia e impotencia.
Estas dos palabrejas del demonio se utilizan a diestro y siniestro cuando alguien se halla sumido en una situación de desesperanza en la que el resto del léxico existente no sirve para nada, o sea, menos que un duro de los de antaño.
Si nos damos una vuelta por el consabido Diccionario de la Lengua Española, observaremos que la palabra “rabia” desprende tres significados completamente variopintos: en la primera acepción, “rabia” se refiere a una enfermedad producida por los animales y que se transmite por mordedura a otros o al hombre; su segundo significado trata de una roya que padecen los garbanzos (sí, los garbanzos), y que contraen después de una lluvia, cuando el sol calienta fuertemente. No es hasta la tercera explicación que aparece la “rabia” que intentaba relatar la señora del piso robado: ira, enojo, enfado grande (sic.)
En cuanto a la palabra “impotencia”, el dios de los diccionarios la define como: impotencia en el varón para realizar el coito; incapacidad de engendrar o concebir; y, finalmente, falta de poder para hacer algo, que sería el caso de la pobre mujer atracada.
Vengo observando –desde tiempo ha- que esta expresión es utilizada en miles de situaciones: jugadores de todo los deportes que ven perdida su final de un campeonato; hombres y mujeres que son suspendidos en el examen de conducir; abuelas a las que les ha fallecido un nieto; políticos a los que les han faltado un par de escaños para obtener una mayoría absoluta o no tan absoluta; viajeros que, mirando el panel de vuelos en un aeropuerto, observan como el número de identificación de su avión aparece junto a la maldita palabra “cancelado”. Y así, casi hasta el infinito (expongo el adverbio casi porque ya se sabe que el infinito es mucho infinito y no se termina nunca; o casi nunca, ¡vamos!).
De todos modos, lo que me hace más gracia y seduce mi curiosidad es que nunca, nunca de los jamases, he oído a nadie pronunciar las dos palabras, rabia e impotencia, al revés, es decir, impotencia y rabia. Dirán ustedes que un servidor actúa como un pijo y se fija en tonterías que no interesan a la humanidad. Bueno, lo acepto, pero apuesto a que tampoco ustedes han escuchado a nadie, después de que le robaran lo indecible, que siente “impotencia y rabia”. Empiezo a sospechar que hay una trama oculta que pretende arrinconar la conjunción “y”, o sea la griega y substituirla por una sosa “e”, la “e” de España: ¡Dios mío!