La iniciativa de Hollande y Merkel de viajar a Kiev y Moscú y conseguir que Poroshenko y Putin acepten una reunión a cuatro bandas en Minsk para el miércoles de esta semana, si es que el mandatario ruso acude finalmente, ya que manifestó unas ciertas reticencias y puso algunas condiciones previas, tiene pocas probabilidades de éxito de conseguir una solución, aunque sea provisional, a la guerra en el este de Ucrania, pero es, hoy por hoy, la única mínima esperanza de, al menos, lograr un alto el fuego estable y detener la matanza y el desplazamiento obligado de la población civil de las zonas afectadas.
En cualquier caso, el solo hecho de haber conseguido que dos contendientes prácticamente irreconciliables hayan aceptado, con reticencias, pero aceptado, reunirse otra vez en Minsk para un nuevo intento de alto el fuego, no puede sino considerarse un éxito diplomático de Hollande y Merkel. Pero lo que es un éxito para ellos y, en consecuencia, para la política exterior de Francia y Alemania, es un fracaso para la Unión Europea. Resulta irónica la ausencia de la UE, cuando el detonante que inició el conflicto ucraniano fue la negativa de Yanúkovich, presionado por Rusia, a firmar el tratado de relación preferente con la UE y, en un giro de 180 grados, su predisposición a acabar entrando en la Unión Aduanera Euroasiática patrocinada por el Kremlin y la posterior revolución protagonizada por la mayoría del pueblo de Ucrania, favorable al acercamiento a la UE y contraria al retorno a la órbita rusa, que finalizó con la huida del corrupto gobierno de Yanúkovich y el inicio del proceso que finalizó con las elecciones presidenciales que ganó Poroshenko y las legislativas que conformaron la actual Rada Suprema (parlamento) de Kiev, con una gran mayoría de diputados prooccidentales y la formación del actual gobierno de Yatsenyuk, igualmente partidario del acercamiento a la UE.
La iniciativa de Hollande y Merkel ha sido suya, es decir, de Francia y Alemania como estados soberanos, no como miembros de la UE, por mucho que se pretenda maquillar desde Bruselas y es una demostración, una más, de que los estados miembros no piensan ceder un ápice de soberanía en política exterior, ni tan siquiera poner en marcha un mínimo mecanismo de coordinación y acción conjunta. Quien ha quedado desairada es la nueva comisaria de política exterior de la comisión, la italiana Mogherini, cuyo título: Alta Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, es tan rimbombante como vacío de contenido, como se han encargado de demostrar los mandatarios francés y alemana.
Pareciera que hubiera sido más lógico que Moguerini hubiera acompañado a Hollande y Merkel en estas gestiones. Que no haya sido así es un mensaje al mundo de que no se trata de una iniciativa europea, sino de Francia y Alemania y seguro que ellos eran muy conscientes de tal consecuencia. Resulta inquietante la deducción, el convencimiento, que se deriva de ello, de que se trataría de un intento premeditado de enviar un aviso a Poroshenko de que no espere entrar en la UE y hacer un guiño a Putin de que la UE no apoyará la adhesión de Ucrania, que es una de las obsesiones del presidente ruso.
Pero con esta maniobra han asestado un duro golpe a la credibilidad de la UE como actor relevante en la escena internacional y, al hacerlo, también se han disparado en el pie. Ni Francia, ni Alemania, ni ningún otro país europeo por sí solo, pueden tener la más mínima esperanza de pertenecer a la primera línea de los países del mundo, aunque algunos aun tengan ensueños de gran potencia, que son pura nostalgia del pasado y negación de la realidad presente. Europa solo será una primera potencia mundial, con EE.UU., China, Japón y Rusia, si actúa como UE, con una acción exterior común, conjunta y coordinada.
Y que sean los dos países fundacionales de la idea europea y los que se supone más firmes defensores de la UE, los que hayan perpetrado este auténtico atentado contra el papel de la Unión en el mundo, resulta inquietante y un punto desmoralizador.