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Pero, ¿seguimos siendo una nación?

miércoles 07 de diciembre de 2022, 09:52h

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Cuando se aprobó la Constitución de 1978, resultaba indudable que, más allá de las históricas reivindicaciones de los nacionalismos periféricos, España era, además de un estado, una nación.
Existía un profundo sentimiento común que iba más allá y, desde luego, no era incompatible siquiera con la mayor parte de las reivindicaciones nacionalistas de la época, centradas en el reconocimiento de unos estatutos de autonomía que permitieran concretar el autogobierno. La prueba palpable es que la Carta Magna se aprobó por mayorías superiores al 80 por ciento en Cataluña y al 70 por ciento en el País Vasco, sin ir más lejos.

Hoy nuestro marco social es completamente distinto. Y, contrariamente a lo esperable, el responsable de esta transformación no ha sido únicamente el nacionalismo -que transita por donde era previsible-, sino un constitucionalismo débil y oportunista aderezado con procesos migratorios que están diluyendo a marchas forzadas nuestra identidad común.

Comencemos por repartir culpas. La desaparición del servicio militar obligatorio, obra de José María Aznar, justificada en supuestas razones de modernización de las fuerzas armadas, acabó con uno de los pocos espacios de intercambio vivencial entre ciudadanos de distintas partes de España. Probablemente, bastaba haber retocado el modelo, adecuándolo a la necesidad estricta -evitando la pérdida de tiempo en que se había convertido- y ampliándolo a las féminas. Con tres o seis meses de prestación, no necesariamente continuados, hubiera sido suficiente. Pero no, ya se sabe que cuando un dirigente de derechas pretende pasar por progre, es capaz de cualquier estupidez. Hace años que pagamos aquel error en muchas facetas de la vida de nuestros jóvenes.

De otro lado, me pregunto si a día de hoy alguien puede pensar o defender que Pedro Sánchez retenga un solo gramo de dignidad nacional. Nuestro presidente del gobierno no tiene otra patria que su ego y su sueldo, defendido por una pléyade de estómagos agradecidos que jamás formularán la más mínima crítica o que, cuando alguno osa discrepar porque le traiciona el subconsciente y dice lo que realmente piensa, rápidamente rectifica perdiendo ante los ciudadanos la escasa honorabilidad que le quedaba. Lambán, Page y compañía son tan cómplices del desmantelamiento nacional como el propio Sánchez. Peores, incluso, porque ellos sí son conscientes del desastre que se avecina.

Sánchez ha destrozado también nuestra tradicional posición en política exterior con nuestros vecinos del Sur por motivos que algún día conoceremos en profundidad. No tiene tampoco empacho alguno en pactar como socios preferentes con partidos que han actuado de brazo político del terrorismo vasco y con aquellos otros cuyos líderes proclamaron ilegal e ilegítimamente la independencia de sus territorios. Acabará, si es preciso, con el poder judicial -ya dudosamente independiente- y comprará apoyos en la prensa a golpe de talonario. Y, en esa línea, está dispuesto a lo que sea, no hay moral ni ética capaz de frenar el único norte del madrileño, seguir gobernando.

A todo este drama de desmoronamiento institucional y territorial, unamos procesos sociológicos que, aunque son comunes a otros países europeos, en ningún lugar hallan un Estado tan débil y carente de fundamentos esenciales como en España.

Cerca de un millón de marroquíes viven en nuestro país, la inmensa mayoría incorporados sin problemas a nuestro sistema productivo. A ellos, hay que sumar una cifra nada despreciable de sus descendientes que ostentan la nacionalidad española.
Pero, esta diversificación cultural, lejos de hacer más amplia y reforzar nuestra identidad nacional, la está diluyendo. Los marroquíes y resto de magrebíes, por regla general, no suman una españolidad diversa y distinta, sino que simplemente están adheridos a un territorio que les da trabajo sin la más mínima voluntad de integrarse en la nación, ni siquiera aquellos que aquí han nacido.

La inmensa demostración de júbilo de ayer noche en muchas ciudades españolas por haber vencido -en un partido de fútbol- la selección nacional de Marruecos a la española en unos octavos de final de un campeonato indica que seguimos siendo en el imaginario de nuestros vecinos el enemigo histórico al que se ansía derrotar, aunque sea incruentamente. Ni un gramo de empatía con el país que los acoge y sus valores, obviamente; mero interés de supervivencia les retiene aquí.

No muy distintos son otros colectivos nacionales, con algunos matices, para ser justos. Sudamericanos, en general, y rumanos mantienen, como es lógico, sus costumbres, pero sus hijos en cambio sí se integran más intensamente en un sentimiento común de españolidad que hace que les sea más sencillo desprenderse de sus orígenes como referente cultural único.

La globalidad es un hecho, por supuesto, aunque venga promovida en gran parte por la falta de libertades y de futuro en los países de quienes emigran.

La duda no es, por tanto, si el nacionalismo seguirá por sus derroteros o si los procesos migratorios continuarán. No es tampoco si hay un debate real entre el "patriotismo de los derechos" de Armengol y Calvo -una absoluta memez-, y el "patriotismo de los símbolos" del que ellas reniegan.
La duda es si, en unas pocas décadas, quedará nación española en la que integrarse.

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