Tendría yo cuatro o cinco años cuando, no sé muy bien por qué, empecé a hacer algo un poco raro casi cada vez que me iba a dormir llegado ya el invierno. Así, cuando estaba ya en la cama, me cubría un ratito sólo con la almohada, en lugar de hacerlo con las sábanas y las mantas, intentando dormir además en posición paralela a la pared en donde se apoyaba la cabecera de la cama. Por fortuna, esa pequeña manía nocturna no solía durar más allá de unos pocos minutos, hasta que empezaba a sentir un poco de frío, momento en el que cambiaba de posición y me cubría ya de forma correcta.
Esa es la primera rareza personal infantil de la que tengo recuerdo, a la que, con el tiempo, seguirían otras varias rarezas más. Así, cuando jugaba solo en casa, por ejemplo al parchís o al juego de la oca, me imaginaba a veces que en realidad estaba realizando una retransmisión deportiva ciclista a través de un canal de televisión que yo mismo habría creado. En esos momentos, hablaba solo y en voz alta, narrando lo que estaba ocurriendo a unos supuestos espectadores que, en principio, creo que nunca llegué a tener.
Fue en esa misma época cuando durante un tiempo tuve frecuentes migrañas casi cada día. Como en aquel tiempo el cajón superior de la cómoda del comedor de casa era como una pequeña farmacia 24 horas, yo mismo cogía y me tomaba cada noche un analgésico muy potente, que no sólo me quitaba el dolor de cabeza, sino que también hacía que mi cerebro y mi mente sintieran como si estuvieran flotando o incluso casi levitando por la habitación. En ese sentido, no me sorprendió que, unos pocos años después, decidieran cambiar la fórmula originaria de ese analgésico y hacerla un poquito más suave.
Otra rareza infantil mía personal era que reservaba la mitad exacta de la superficie total de mi cama para mi osito de peluche y la otra mitad para mí, imaginando que el colchón era en realidad una nave interestelar en la que viajábamos ambos por casi todo el cosmos. Otra peculiaridad vinculada a mi cama era que muchas noches estudiaba en ella, a veces alumbrándome con la luz de una pila y otras con la luz del pequeño globo terráqueo que regalaron a mi hermano Joan por su Primera Comunión. Al cubrirme siempre con la sábana para intentar tamizar en la medida de lo posible el efecto de la luz, toda la habitación adquiría en esos momentos un aspecto entre surrealista y fantasmagórico.
Recuerdo también que durante unos años dormí siempre con una bolsa llena de chucherías a mi lado, con Palotes, cacahuetes y galletas, entre otros productos, para estar totalmente prevenido y preparado por si, de forma inesperada, se acercase el fin del mundo o algo muy parecido. Ese posible apocalipsis finalmente no llegó, a pesar de todos mis miedos y temores, que acaso estuvieron siempre detrás de la mayor parte de todas aquellas pequeñas y entrañables rarezas infantiles.