Penas de pena

Nuestros sistemas penal y penitenciario hacen aguas, hundiéndose progresivamente en un mar social proceloso para el que no fueron diseñados y, lo que es más grave, incumpliendo abiertamente el precepto constitucional de la orientación de la pena hacia la reinserción del reo, esto es, en lenguaje del siglo XXI, en la recuperación de la persona para la sociedad y, casi siempre también, para sí misma.

La cárcel, hablemos claro, no puede ni remotamente rehabilitar a nadie, si acaso sirve únicamente para quitar de en medio a los elementos socialmente incómodos y para colmar una atávica sed de venganza, todavía demasiado enraizada.

En esta materia, en España vamos marcha atrás. Mientras en países nórdicos se cierran centros penitenciarios, aquí los tenemos más atiborrados que nunca.

Nuestra población reclusa alcanzó su tope en 2009, con 76.000 individuos, que en 2013 habían disminuido a 66.000, para 46 millones de habitantes.

En 1960, en plena dictadura franquista, los presos eran 15.000, para una población total de 30 millones y medio de habitantes. Echen cuentas. Hay más presos por cien mil habitantes que en tiempos de Franco. Menudo fracaso del sistema democrático.

Mientras se legisle a golpe de alarma social y se busque sobre todo la foto de los responsables políticos y sus apéndices fiscales conduciendo a personajes conocidos a prisión, al tiempo que se siguen pactando penas irrisorias y obscenamente desproporcionadas para delitos de sangre y de violencia en general, la Constitución puede esperar.

Esta semana hemos asistido a un pacto -uno más- en virtud del cual el Ministerio Público ha aceptado rebajar a la mitad la pena impuesta a un parricida -total, diez añitos- con interpretaciones digamos imaginativas del concepto de circunstancia atenuante. Un verdadero escándalo, hablando de un delito de máxima violencia física.

Y, sin embargo, se gastan ingentes recursos públicos y se muestran actitudes inflexibles y hasta crueles contra determinados delitos, como los relacionados con la corrupción -por leve que ésta sea-, para los que, en lugar de diseñar unas penas que realmente supongan el resarcimiento de la sociedad -la recuperación del dinero malgastado o defraudado, la imposición de elevadas multas y la realización de trabajos en beneficio de la comunidad por períodos de varios años- se acaba encerrando en prisión, con el consiguiente coste, a quien no reviste la más mínima peligrosidad social y que, debido a su formación previa, probablemente sí tendría posibilidades reales de ser socialmente reinsertado después de cumplir medidas como las señaladas.

Hay que reducir el concepto de recluso solo a aquellos individuos condenados por delitos de sangre o violentos en general o aquellos otros involucrados en infracciones que supongan una elevada peligrosidad para la comunidad, como las de tráfico de drogas. Todo ello, mientras el individuo no acredite que está en condiciones de reinsertarse, lo que ocurre por desgracia en contadas ocasiones. Para el resto, para los llamados delitos económicos o, si prefieren el término vulgar, "de guante blanco", la prisión, lejos de ser una solución -costosísima, en cualquier caso- es parte del problema, contribuyendo a perpetuar la asocialización de los reclusos y, dicho en román paladino, ciscándose en nuestra Carta Magna.

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