En España se suele magnificar exageradamente la capacidad destructiva de los gobernantes. Por suerte, la inmensa mayoría de ellos no son tan eficaces como para cargarse algo definitivamente, porque hasta para eso se requiere talento. Incluso para ser pernicioso hace falta una buena dosis de acierto (o desacierto). Demasiada alineación astral que raramente se da.
Pedro Sánchez no es el demonio, como no lo fueron Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero o Mariano Rajoy. Sus rivales políticos los detestan y por eso los presentan como los causantes de todas las desgracias patrias, obviando sus aciertos y logros, que siempre hay. Siempre. Con sus aciertos y errores, todos ellos fueron presidentes democráticamente elegidos y desde ese punto de vista, su gestión fue legítima y democrática.
Ahora incluso hay quien desde el propio PSOE se permite denostar nada menos que a Felipe González. Leí en las redes sociales que algunos militantes socialistas incluso proponen ¡su expulsión del partido! Como su el partido que fundó Pablo Iglesias Posse fuese el Partido Bolchevique de Stalin... Bonita forma de renegar de una formación con más de 140 años de historia, como si perteneciese solo a sus actuales dirigentes y como si nadie pudiese tener su propio criterio, ni siquiera un exsecretario general durante 23 años y expresidente del Gobierno de España durante 14 años. A ver cuántos pueden presumir de eso...
Sí puede Pedro Sánchez presumir de haber logrado para España un muy buen acuerdo en la Cumbre de jefes de gobierno de la Unión Europea celebrada este fin de semana en Bruselas. Y a nadie debiera doler prendas en reconocerlo. Tampoco al líder de la oposición, Pablo Casado (PP), incapaz de mostrar su apoyo sin matices al líder del Ejecutivo en una negociación extremadamente dura y vital para los intereses de España. Pero los socialistas, tras el histórico acuerdo, se muestran más preocupados en restregar a los populares su éxito que en alegrarse y celebrarlo. Parecen más interesados en sacar rédito político que en congratularse por el bien del país, algo que debiera estar por encima de todo.
En Balears sucede algo muy similar con Gabriel Cañellas, Cristòfol Soler, Jaume Matas, Francesc Antich, José Ramón Bauzá. Y ahora también con la presidenta Francina Armengol, a cuyo Govern se acusa de “improvisación” en la gestión de la pandemia del Covid-19. ¿Acaso no lo están haciendo todos los gobiernos autonómicos y del mundo? ¿Acaso no lo haría la oposición si estuviese gobernando? Incluso me atrevo a decir que ser capaz de improvisar, en la actual coyuntura cambiante y volátil, no es un defecto sino una virtud. Hace falta que pase el tiempo para que podamos concluir si el Govern acertó o se equivocó. Eso ya se verá.
Es más fácil criticar que apoyar y hacer propuestas en positivo. Dice en El Mundo el eurodiputado y exministro de Exteriores José Manuel García-Margallo (PP): “En el PP no podemos limitarnos a oponernos a todo lo que proponga el Gobierno. El ‘no’, no gana elecciones”. No puedo estar más de acuerdo. La moderación es rentable electoralmente y, además ahora, absolutamente necesaria para acallar el estruendo de los radicales de uno y otro bando.
Seguramente Armengol acertará en unas cosas y errará en otras. Pero solo los fanáticos de las respectivas hinchadas son capaces de negar los aciertos para atribuir a los responsables institucionales la responsabilidad de todos los males. Y los ciudadanos no suelen ser fanáticos, sino jueces bastante comedidos, comprensivos con los fallos pero intransigentes con la mentira, la manipulación y el engaño.