Arturo Pérez Reverte retrató el turbio mundo de los grafiteros en su novela “El francotirador paciente”, explicando en una entrevista posterior que “el grafitero no pinta por pintar, lo hace por ganarse una reputación en un mundo de reglas y códigos muy estrictos y conocidos, que además se arriesga. Hay héroes y villanos, delatores y cobardes en ese mundo, mucho más complejo de lo que parece a simple vista". Al final de la entrevista, el escritor desvelaba lo que uno de ellos le había contado: “Yo es que no quiero exponer. En un museo compites con Picasso, y en la calle compites con el cubo de la basura y con la guardia que te persigue. Pero en la calle eres libre”.
Es bastante probable que Reverte tratara con un nivel menos cazurro, porque no existe épica alguna en las vulgares deposiciones cromáticas con las que algunos gamberros han emborronado durante años las calles del centro histórico de Palma. Como si yo reivindicara el arte contemporáneo empotrando heces de perro en la fachada de la casa de sus padres. Y todo con la cómplice pasividad de los gobiernos “de progreso”, que pensaban que estos garrulos eran votantes suyos. Las guarradas perpetradas en nuestras calles no simbolizaban libertad, ni estética disruptiva o underground, ni rebeldía de ninguna clase. Solo afán por dañar patrimonio ajeno con pésima educación e inexistente civismo. Alguien debería explicar a esos mediocres que, en todos los ámbitos de su existencia, más rentable les resultará siempre el cultivo de sus neuronas que su torpe manejo de los sprays. Porque, en la dura vida real, los “héroes” se construyen de otra manera.
Recientemente, el Ayuntamiento de Palma ha iniciado una campaña para eliminar más de 1.000 grafitis de las fachadas de 331 edificios situados en el casco antiguo de la ciudad. Comenzaron limpiando los muros del Convento de Santa Magdalena -en la zona de La Rambla- y continúan por el barrio de Sant Jaume, zona densamente transitada que transmitía una imagen horrible de la capital. La iniciativa, impulsada por el alcalde Jaime Martínez y ejecutada por Lorenzo Morey -eficaz gerente de Emaya, que ya demostró su competencia al frente de Calviá 2000-, ha hecho felices a vecinos y visitantes del centro, a quienes durante ocho largos años su Ayuntamiento crujió a impuestos olvidando el cuidado de sus calles.
Otras malas noticias aguardan a esos incívicos grafiteros, por si tuvieran la tentación de reincidir. Una, que el Tribunal Supremo -en sentencia de su Sala de lo Penal de 23 de marzo de 2.022- ha establecido que los grafitis de cierta entidad que recaigan sobre bienes de valor histórico, artístico, cultural o monumental -muchas casas del centro histórico de Palma lo son-, suponen para su autor la comisión de un delito contra el patrimonio histórico del artículo 323 del Código penal, sancionado con pena de prisión de 1 a 3 años y multa adicional. Y otra, que la nueva Ordenanza Cívica del Ayuntamiento de Palma castiga con multas de hasta 3.000 euros a autores de pintadas vandálicas que desluzcan fachadas y cerramientos de edificios. Multa que, si son menores de edad, podría hacerse efectiva contra el patrimonio de sus padres o tutores legales, embargando incluso sus bienes familiares.
Ya era hora de conseguir que Palma fuera una ciudad libre de guarros. Para liberarla de quienes deterioraban nuestro patrimonio hemos tenido que esperar casi una década, la comandada por los inútiles Hila y Noguera, dos tristes pasmarotes que permitieron el deterioro de su ciudad. Con limpieza, penas de cárcel y tocándoles el bolsillo, esta vergüenza cívica se puede solucionar.