Más vale tarde que nunca. Hace unas semanas leí en una crítica de Whiplash (2014, Damien Chazelle) que si bien el guión de la película giraba en torno a la música – y más en concreto al jazz -, no se trataba del verdadero tema principal, puesto que se trata más de la historia de una obsesión que de otra cosa. No estoy de acuerdo. Whiplash es el retrato de dos personas con una obsesión casi enfermiza por la perfección, por la devoción más absoluta al arte; pero también es un espejo para todos los que nos hemos tomado y/o nos tomamos la música en serio.
Es que se te caigan las baquetas en mitad de un concierto, es tener callos en las manos, es practicar todos los días, es tener días malos y días peores, es soplar y que no salga nada, es la envidia pero también la admiración; Whiplash es la Frustración, así, en mayúscula, y al mismo tiempo es la Satisfacción. Es el gusto del trabajo bien hecho. Es ese estado de embriaguez que se alcanza cuando uno se da cuenta de que está dominando al instrumento, y no al revés, y ese dominio ya no es agresivo ni tenso sino todo lo contrario. Whiplash es una experiencia agotante, y quienes la hayan visto sabrán a lo que me refiero. Dejando de lado por un momento - si es que es posible – la música, no es de extrañar que J.K. Simmons se llevara la estatuilla a mejor actor secundario.
Lo que sí es de extrañar – y al mismo tiempo no lo es -, es que fuera Eddie Redmayne quien recogiera el Oscar a mejor actor; no sorprende, porque más allá de su trabajo como actor, La teoría del todo no deja de ser la candidata perfecta al premio: perezosa y correcta, el enésimo “biopic” concentrado de historia de superación ante la adversidad, sin voluntad de riesgo alguna. Todo lo contrario de lo que, a mi parecer, propone la cinta de Chazelle. Director que, por cierto, se pasó al cine después de abandonar una posible carrera como baterista, precisamente. Que cada quien decida si tomarlo como ejemplo o no.