opinión | Jaume Santacana

¡Ostras!

JAUME SANTACANA. El pasado domingo, día 2 de junio, tuve el enorme placer de zamparme media docena de ostras, rodeado de una serie de personas de muy grata compañía.

La ingestión de estos moluscos bivalvos suele ser garantía de éxito. Las ostras son, siempre, voluptuosas y altamente sensuales; por cierto, si algún o alguna de ustedes, osados u osadas, prefieren cambiar la letra N por la X, en la palabra “sensual”, pueden hacerlo libremente.

Llevarse al paladar el moco (lo llaman así los científicos) que habita en el interior de esos simpáticos animalillos marinos, puede trasladar al individuo que lo ingiere, a un cierto delirio de tipo emocional, debido a que, entre sus componentes, figura un nada endeble sentido afrodisíaco, es decir, un rasgo que conduce al apetito del amor, en su estado más físico.

Las ostras son – junto con las trufas, las ancas de rana y los huesos de aceituna triturados convenientemente- uno de los alimentos que ostentan un mayor grado de erotismo en su degustación; estaríamos hablando, claramente, de una especie de Viagra marina.

El propio tacto meloso y fundible de su carne, ya produce una serie de sensaciones agradables, justo en el momento preciso de entrar en contacto con ese órgano humano tan apreciado –y tan erótico, también- como es la lengua. El aroma que desprende la bestia conduce, indefectiblemente, al sabor, fuerte y “guerrero” del mar: lamer, saborear, con sana fruición, el cuerpo de una ostra…(¡Ay, ay, ay, que me pierdo!)

“Aburrirse como una ostra”: falacia impresentable. Las ostras se lo pasan pipa; sólo falta verlas agarraditas a las rocas, meciéndose placenteramente al son de la suave corriente marina…vaya perla…

¡Ostras, Pedrín!

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