MARIA JUAN. No me gusta el fútbol, y entiendo poco más que el gol. No vibro con los colores de ningún equipo, y me convierto en hincha ocasional en las finales, con cena y reunión de amigos.
Profeso un enorme respeto por aquéllos que sí sienten a su equipo. Respeto y admiración por los que ocupan su localidad quincenalmente, por los que sufren las derrotas y sus lunes son más duros, o celebran con euforia las victorias. Aficionados que siguen a un equipo de primera, en primera o en segunda, haga frio o calor.
En nuestro ADN mallorquín está el tomarse la vida con tranquilidad y prudencia, sin alborozos y discretamente. Desde la distancia en muchas ocasiones, tal vez en demasiadas. Aunque somos “del Mallorca”, nos cuesta ir al estadio. Y la mayoría nos encogemos de hombros, ante la situación actual del “Mallorqueta”, aunque nos duela. Pero los mallorquinistas están tristes.
Detrás de un equipo de fútbol, en los despachos, imagino negocio, luchas de poder, pactos y zancadillas. En general no sé hasta que punto los colores se sienten en los despachos, o mejor cómo los defienden las personas que los ocupan. Un palco es un buen lugar, también, para ver y dejarse ver.
Ahora, mientras esperamos un milagro que nos mantenga en primera, hay un hombre que sufre por un equipo y con él. Será vilipendiado en crónicas periodísticas y mesas de bar, criticado con fuerza por hallarse el Mallorca en la cola de la tabla clasificatoria. No sé si con razón, o sin ella. Tampoco entraré en ello, pero yo le agradezco que hiciera suyo ese proyecto, el proyecto mallorquinista.
Le dio esquinazo a su prudente talante mallorquín y puso pasión e inversión. Y eso merece respeto. Todos más pudientes que él ponen sus posibles, principalmente, más allá de los mares.
Ese esfuerzo para defender una entidad que podría unirnos un poco, significarnos y hacernos vibrar, merece respeto y agradecimiento. Gracias por ser un mallorquín que cree que lo nuestro también es bueno y válido.