El progresivo e inexorable desplazamiento de los centros de decisión mundiales hacia oriente no responde únicamente a la cesión de nuestra capacidad industrial a los países asiáticos, con China a la cabeza. Esta circunstancia es obvio que contribuye a reforzar el poder y la influencia del régimen chino en el mundo, pero no explica por sí sola la debilidad de nuestras posiciones.
Los acontecimientos en Ucrania se suceden según lo tristemente previsible, y occidente asiste acongojado a la exhibición del poderío neosoviético de Putin. Ningún país europeo da un céntimo por el futuro de Crimea, y a los norteamericanos –que bastante tienen con explicar a sus ciudadanos dónde diantre está la península del Mar Negro- les pilla demasiado lejos.
La debilidad europea y su incapacidad para fijar una posición común que transmita decisiones enérgicas debemos considerarlas ya endémicas. Mientras las elecciones europeas sirvan sólo para premiar a políticos incómodos para sus partidos con un destierro dorado, nada cambiará. El Parlamento europeo es el paradigma de la inutilidad de muchas instituciones de la Unión y su nula contribución a conformar una conciencia política europea compartida por sus ciudadanos.
El liderazgo estadounidense, salvando enormes distancias con la situación en Europa, también flaquea. Obama transmite tanta confianza como ZP y, desde el 11S y las guerras que sucedieron a los atentados, los norteamericanos han enfriado mucho sus ganas de intervenir lejos de sus esferas habituales de influencia. Es cierto que quizás haya sido así también en el pasado. Antes del ataque a Pearl Harbor, por ejemplo, casi ningún americano defendía inmiscuirse en una guerra que ellos consideraban un asunto exclusivamente europeo. La diferencia estriba en que entonces Occidente contaba con gigantes como Roosevelt o Churchill, capaces de combatir a Hitler y al imperio del Japón y, al mismo tiempo, ejercer un contrapeso a la expansión de la URSS de Stalin.
Putin no es, claro, ni Hitler ni Stalin, ni su peculiar sistema electivo-autoritario, con todos sus defectos, puede ser asimilado a esas dictaduras sanguinarias. Su casi nula tradición parlamentaria sirve para explicar sus dificultades para imponer esquemas sociales propios de las democracias, pero es nuestro único vecino del este europeo y ha hecho progresos en este sentido. Por tanto, conviene que nos llevemos bien. Ahora bien, el régimen ruso es consciente de nuestra debilidad y aprovecha para marcar su espacio vital, pues considera que occidente ya le ha sustraído el papel protagonista en demasiados países eslavos, con evidentes vínculos culturales con Rusia.
Bajo el pretexto –real- de proteger los intereses de los ciudadanos rusos de Ucrania, que conforman una mayoría en el sureste del país, Putin ordena una intervención militar que, obviamente, no se atrevería a llevar a cabo con Reagan en la Casa Blanca o Mrs. Thatcher en Downing Street.
El apoyo más o menos velado de la dictadura China –que busca a toda costa sustituir a EEUU como primera potencia- es la guinda del pastel.
Quedan quizás veinte o treinta años de liderazgo intelectual, tecnológico y político de occidente, pero, o aparece pronto una nueva generación de líderes o la caída de Roma será una broma frente a lo que nos espera.