Si la guerra, según definía el militar prusiano Clausewitz, es un enfrentamiento de voluntades, no cabe duda alguna que el actual estado en que se halla España, se aproxima más a una situación de enfrentamiento que de paz. La voluntad independentista consentida, cuando no reforzada, durante estos últimos 40 años es muy superior a la de los sucesivos gobiernos de España. La estrategia independentista, catalán y vasca, no han tenido otra respuesta por parte de los gobiernos estatales que el silencio, la tibieza, el consentimiento y el acudir a lo políticamente correcto para alcanzar o mantener el statu quo de un gobierno, que, incluso, ha asumido que todo es “democrático”, incluida la rebelión. Una tibieza que, en estos últimos meses, ha desembocado en un fracaso tan sonoro como inaudito. Si patético es leer “el sábado se instauró la legalidad en Cataluña”, más lo es la pasividad ante los insultos, las vejaciones, los desprecios de un candidato — y ya president — que anuncia que su objetivo es implantar la república, independiente, con dos presidentes republicanos y un inquisidor general. Es decir, que si meses atrás teníamos un presidente ahora tendremos dos, si antes teníamos una declaración simbólica de independencia, ahora tenemos un grito claro y diáfano de desconexión. O sea, que de la mano del 155 hemos transitado de Guatemala a Guatapeor; que es tanto como decir que la aplicación del 155 ha parido un reforzado “nazional-catalanismo” con un obseso y racista Fürher renacido, ansioso de comandar el putsch final. Ante la sonrisa de un Millo exultante. Patético e insólito.
Y si el panorama anterior resulta desalentador, penetrar en su interioridad todavía agrava la sensación. Alejarse de las encuestas, no es consuelo, ante el escenario desolador de un partido político que fue una especie de lábaro ideológico de millones de españoles. Millones de ciudadanos que ahora se sienten absolutamente huérfanos de ideas, principios y valores. Y siendo ello grave, todavía empeora cuando se osa preguntar qué y quién representa al PP en Cantabria, o en Asturias o en Castilla-La Mancha, o en Aragón o en Extremadura. Si tal osadía aproxima a un abismo de tinieblas, referirse a Cataluña es sinónimo de insignificancia, a Valencia de incapacidad, a Madrid de descalabro absurdo, a Andalucía de torpeza, a Baleares de inconsistencia. Con el añadido de silenciar el paisaje de enfrentamiento, división, fatuidad, riñas colegiales y peleas barriobajeras que rezuma Moncloa. Es decir, que en escasos tres años, un grupo de políticos populares ha conseguido que la mayor y mejor estructura material, personal y política de la nación, esté al borde de desmenuzarse, sino de caer en el precipicio de su desaparición. Una vez más, hay que echar mano de la carencia de “auctoritas” para acudir a esa persecución del poder mediante el uso del mismo poder, como único principio. Lamentablemente, escribir sobre todo ello duele, no solo por la insuficiencia, la bajeza de unos gobernantes y de otros aspirantes, sino porque, al otro lado de la calle, está la nada. Una nada que ha sido instalada por los propios dirigentes, anulando generaciones, no aupando valores, principios, éticas, competencia, sino haciendo uso del poder para “colocar” principiantes advenedizos, con el único mérito de su proximidad personal y la capacidad de ganar su espacio a base de codazos y adhesiones inquebrantables. Se ha sembrado mediocridad y se ha cosechado paniaguados.
Cataluña será la tumba definitiva de ese partido si sus dirigentes no son capaces de entender que deben pertrecharse con las armas de la política, bajo el amparo de la ley, con toda la osadía de quién detenta, en precario, el don de la soberanía popular. Pero, no, la razón de Estado se dejó de lado para preocuparse únicamente de mantenerse y aguardar a que “escampe”. Pues, no ha escampado sino que los nubarrones, hoy, son más negros que en diciembre. Y la incardinación del impresentable Torra, adornado con los anti sistema y marxistas, debiera producir una reconsideración de todo lo actuado, conductor al fracaso, y una recapacitación de si la estrategia no ha sido sino instrumento que ha conducido al fracaso del gobierno, por la torpe judicialización de la más grave confrontación de voluntades entre una parte y el todo de la nación más antigua de Europa. Y la respuesta ante el incremento de la violencia dialéctica, no puede ser la división, sino la unidad en la efectiva decisión. Al fracaso se le está ofreciendo el léxico adornado cuando debiera oponérsele para superarlo el derecho de las obras, de las reales decisiones, de la efectiva política, sin más límites que la ley, pero toda la ley y sus alcances. Negar que la aplicación suave del art. 155 ha sido un absoluto fiasco, es el primigenio motivo del desastre que se avecina. El remedio, con ansiedad o sin ella, es tan evidente como asequible; o un 155 con todo la trascendencia que su texto permita, o la suspensión de la autonomía catalana. Pase lo que pase, nada será peor que cuanto se aproxima. Y mientras tanto, meditar si unas elecciones generales con un programa valiente, claro, digerible y definido puede ser una alternativa eficaz. Políticas nuevas, con rostros nuevos, para ilusiones resucitadas. Renovación o desvalimiento, ese es el dilema.