Un grupo de lectores aficionados al noble deporte de la natación me piden, muy amablemente -como no podía ser de otro modo- que les escriba unas líneas sobre su afición acuática. Son socios del Club de Natación Marlanga, con sede en Villuáñez de Teiro, en la provincia de Soria, una bella población de largo recorrido histórico y con anécdota personal del insigne poeta Antonio Machado: allí fue donde conoció a su amada Leonor, quien le concedió grandes momentos de felicidad y, a la par, enormes situaciones de tristeza.
Y precisamente en Villuáñez, escribió el egregio y eximio lírico algunos de los versos más prodigiosos que jamás brotaran de su pluma:
“Es la tierra de Soria árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas”.
¿Puede una alma artística colosal como la de Don Antonio, versificar unas más hermosas expresiones como las que desprenden estas prodigiosos alardes de sensibilidad? A fe de Dios que no lo creo.
Pero volvamos a la primitiva intención de estas letras: ordenar unos cuantos vocablos sobre la natación con el objetivo de satisfacer a mis queridos lectores que, como ya he escrito, me lo han solicitado.
Debo tener, y tengo, un gran respeto por este deporte tan antiguo, consistente en circular, moverse o evolucionar sumergidos dentro del líquido elemento por excelencia, el agua. La consideración y la cortesía que le debo a la natación procede de la enorme estima que mi padre sentía por todo aquello relacionado con el ejercicio acuático, ya sea la propia natación así como el juego competitivo del waterpolo, una especie de fútbol con todos los jugadores de cada uno de los dos equipos completamente zambullidos y, en consecuencia, empapados hasta los morros. Mi progenitor fue, durante su juventud, jugador de waterpolo; adquirió un cierto prestigio para la época y llegó a ser internacional en varias ocasiones.
Aún con todos estos antecedentes familiares, en mi caso no se cumplió aquel refrán tan lindo que reza “de tal palo, tal astilla”. Y no ha sido porque no lo haya intentado. Mi propio padre me buceó inmediatamente después de mi primer gimoteo natal, justito recién cortado el cordón que me unía a mi señora madre. Unos años después, me conminó a nadar unos cuantos quilómetros (o millas, ya que se trata de distancias en el agua) cada día e incluso a participar en algunos partidos de waterpolo de los cuales salí bastante estropeado y maltrecho y, en muchos casos, leso por doquier. En el fútbol, las patadas se ven y, normalmente, los árbitros las castigan. En el waterpolo, los tejemanejes que algunos nadadores ejecutan bajo el nivel del agua son de aúpa; coces a manta y agarradas de cintura con las piernas para hundir, literalmente, al contrincante, el pan de cada día. Y además, uno salía rendido de cada encuentro: es muy fatigante y uno queda extenuado. Lo dejé para dedicarme al cultivo de las petunias, oficio que ejerzo desde entonces, a parte de escribir algo para relajarme; las petunias son muy putas y le obligan a uno a una gran concentración.
Por otro lado, pienso, con convicción que, pudiendo avanzar tranquilamente pisando tierra firme, representa una gran imbecilidad tener que horizontalizarse encima de una alfombra de agua y agitar las extremidades como un desdichado zoquete para conseguir, a duras penas y con grandes esfuerzos, progresar en el movimiento corporal. Si, además de estas bobadas, hay que coger una pelota para intentar introducirla en una portería de mierda (casi para muñecas), teniendo enfrente a una serie de energúmenos que pretenden, por todos los medios, arrebatártela (la pelotita del carajo), más vale nunca que tarde, parafraseando a la inversa aquel dicho tradicional.
Amigos lectores de Villuáñez adictos a la natación: espero que os sintáis satisfechos con estas mis palabras escritas y que os sirvan de acicate para seguir con vuestra memorable inclinación durante muchos años.
Yo, mientras tanto, prefiero seguir en seco.