Si hay un debate que consigue sacarme de mis casillas es el de las famosas modalidades insulares del catalán, porque constato que me encuentro entre dos fuegos, es decir, entre la posición de aquellos que, sin hablarlas jamás, sólo aluden a ellas para tratar de debilitar la unidad lingüística del catalán y la de aquellos otros que, en pro de esta última, están acabando con muchas de nuestras formas características de expresarnos.
Para empezar, habrá que concluir que cuando hablamos de modalidades insulares estamos reconociendo implícitamente que forman parte de una misma lengua, porque de lo contrario estaríamos hablando de distintos idiomas. Perdonen la profundidad de mi argumentación, pero es que en este debate hay que descender hasta un nivel de inteligencia límite como el que manifiestan sus impulsores.
Por tanto, la tontería supina de los grupúsculos que juegan a la confusión, unas veces hablando de modalidades insulares, y otras veces de la lengua báléà –cuantas más tildes, mejor-, es sólo eso, una verdadera diarrea intelectual que nada tiene que ver con la legítima defensa de las formas del catalán propias de nuestras islas y hasta de cada uno de nuestros pueblos.
Por otra parte, están también aquellos que, bienintencionados o convenientemente adoctrinados, consideran que defender el valor de las modalidades es tanto como cuestionar la unidad del catalán, lo que encierra un contrasentido evidente. Si nuestra lengua es la catalana, nuestras formas son tan “catalanas” como las de otros territorios en los que se habla.
Lo que sucede es que, obviamente, la potencia política central de nuestro ámbito lingüístico no está en las islas, sino en el Principat, y eso se ha notado, y mucho, a la hora de aceptar como normativas determinadas formas lingüísticas. Así, resulta que se incorporan como correctas expresiones con un origen tan claramente castellano como caldo –en lugar del genuino brou- sólo porque muchos catalanoparlantes de la Península han acuñado tal barbarismo, mientras que si aquí se te ocurre usar uno de los castellanismos de uso general y arraigado en las islas, entonces es que tu catalán es penoso. Hasta en los, por otra parte, geniales programas cómicos de la televisión catalana ridiculizan nuestros barbarismos más generalizados, con personajes como los imitadores de Tomeu Penya o de Rafel Nadal.
No vean el más mínimo complejo en ello, al contrario. Lo cierto es que, si no fuera por la colosal obra de Mossèn Alcover y de Francesc de Borja Moll –inigualada en todo el ámbito lingüístico catalán-, muchas de nuestras formas de expresión se habrían perdido para siempre.
Aun así, hay que aclarar –porque los veo venir por ahí- que lo que no se puede pretender es confundir el registro formal –lo que habitualmente se llama el catalán estándar- con el habla propia de cada territorio o comarca, aunque tampoco creo que merezcamos que en dicho registro formal debamos introducir necesariamente expresiones totalmente ajenas a nuestra forma de expresarnos, como sucede a menudo. Nosotros también tenemos y aportamos a la riqueza del catalán términos absolutamente formales que no usan jamás los catalanoparlantes peninsulares, o sólo lo hacen en algunas zonas. Me refiero, y es un ejemplo real, al uso en los escritos del pronombre personal us en lugar de nuestro correctísimo vos, entre otros intentos de relegar nuestro catalán a un estatus inferior, meramente coloquial. En eso se unen ambos extremos, en considerar nuestro catalán como algo propio –valga la arcaica expresión- de payeses y criadas.
La conclusión del asunto es que, además de un mandato estatutario, tenemos el deber moral de legar a nuestros hijos nuestra lengua de la forma más íntegra posible. En Palma, esta batalla está prácticamente perdida, curiosamente entre las generaciones que mejor instrucción han recibido en lengua catalana, alejadas del autodidactismo con tropezones que caracteriza a sus predecesores.
En la Mallorca rural y sobre todo en Menorca, por fortuna, nuestro catalán sobrevive, aunque también peligra por la inmensa capacidad de penetración del castellano y el crecimiento de las poblaciones venidas de otros países.
A todo esto, los intentos de Bauzá –que, por cierto, habla un catalán estándar más que aceptable para ser castellanoparlante- de vestir su obsesión anticatalana con la pretendida defensa de las modalidades insulares no cuelan, porque se le ve el plumero. Además, la industria editorial no está por la labor de hacer tiradas ridículas de cada uno de los libros de texto, porque los suyo es un negocio, no una ONG. Otra cosa es que se cumpla, de una puñetera vez, el mandato estatutario, algo con lo que estoy absolutamente de acuerdo, porque por algo nuestro Estatut fue aprobado por unanimidad.