Cada mes de abril, llegan los vencejos a nuestra querida ciudad, del mismo modo que llegan también a veces algunas cosas buenas a nuestras propias vidas, de forma imprevista e inesperada.
Hace unos días, les escuché por vez primera este año. Y entonces sonreí y me sentí tranquilo y en paz durante largo tiempo, algo que sin duda merece una breve explicación más o menos filosófica por mi parte.
Lo primero que me gustaría decir en ese sentido más o menos metafísico es que los vencejos han tenido desde siempre un poder sobre mí que muy posiblemente desconocen, el de lograr animarme en mis momentos emocionales más bajos o el de hacerme sentir bien ya sólo con percibir su luminosa presencia.
Si llegasen en otoño en lugar de en primavera, tal vez los asociaríamos con un sentimiento entre nostálgico y melancólico, y al pensar en ellos pensaríamos también en los paisajes de colores y tonos ocres, en los días de lluvia o en las primeras ráfagas de aire frío previas al invierno.
Pero como invariablemente hacen su sonora aparición en la antesala del verano, desde la infancia los asociamos casi siempre a momentos gozosos muy específicos, como los días cada vez más largos en el último tramo del curso escolar, las mañanas tibias de sol aún no demasiado calurosas o esa felicidad algo ingrávida que notamos en el ambiente cuando salimos a pasear y parece que ha llegado ya de forma definitiva el buen tiempo.
Los vencejos, por su parte, nos observan y contemplan desde el aire la belleza de las ciudades que visitan, aunque quizás no puedan percibir plenamente todo lo que ven a través de sus diminutos ojos. O tal vez sí, sólo que de una forma sin duda algo diferente a la nuestra.
Los vencejos parecen siempre felices, y seguramente en el fondo y a su modo lo son, y por eso acaban contagiándonos también a nosotros su dicha y su felicidad.
Al ser aves migratorias, los vencejos viajan mucho, o al menos mucho más que yo, pues debe de hacer unos veinte años —lustro más, lustro menos— que no he salido de la isla, y, además, casi siempre he vivido en Palma. Tal vez por ello, muchas veces he soñado con empezar una nueva vida en otra ciudad más o menos lejana y, a poder ser, completamente diferente a la que me vio nacer.
Los requisitos que debería de reunir esa ciudad ideal soñada no serían tampoco muchos en realidad.
Sólo sería preciso que esa ciudad tuviera espacios y jardines hermosos para poder pasear al amanecer o al anochecer, que sus atardeceres fuesen siempre levemente melancólicos, que siempre hubiera algún café recóndito en el que poder refugiarse y que al llegar cada mes de abril llegasen también con él mis buenos amigos los vencejos.