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Mili

Por Jaume Santacana
miércoles 01 de febrero de 2017, 09:55h

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Sí, ya sé, soy plenamente consciente de que ustedes pueden llegar a pensar que he bebido; y es cierto, he bebido, pero les aseguro que no he ingerido ninguna clase de líquido que contuviera alcohol; ni mucho ni poco. Me he dedicado, solamente, a deglutir algún que otro litro de te desteinado y eso, se crea o no, no produce en el organismo euforia ni entusiasmo ni vehemencia ni satisfacción ni ímpetu ni ardor; ni tan sólo alegría. Quizás, si hubiera pimplado algunos toques de whisky o me hubiera soplado un par de botellas de vino tinto del Bierzo o, sin ir más lejos, un litro de hierbas secas mallorquinas, otro gallo me cantaría; pero no, no va por ahí la cosa.

Antes de situar mis manos encima del teclado con el objetivo de componer este elemental artículo semanal (sencillo, mondo y lirondo), mi chola tenía almacenadas un conjunto de ideas, sensaciones y conceptos con los que pertrechar el citado escrito con un mínimo de pundonor o, como se suele decir actualmente, con una cierta dignidad; pero desconozco, con exactitud, qué me ha sucedido. Puede que mi persona haya perdido por el camino la poca decencia que permanecía aún en mi corazón tal como si se tratara de la famosa hucha de las pensiones; o tal vez, bien podría ser que estuviéramos hablando de una fuga de inspiración, como la que padecen los gerifaltes de Podemos; o, a lo mejor, de un despiadado ataque de amnesia ocasional al puro estilo Bárcenas; o, vaya usted a saber si los achaques propios de edades similares a la mía han hecho mella en mi mente. En cualquier caso, algo de eso tiene que haber acontecido -el verbo más utilizado por los portugueses; lo digo a beneficio de inventario- para que me haya desaparecido del caletre todo, completamente todo, todísimo si cabe, el esquema con el cual pretendía vestir este artículo. Todo ha sido de repente: ¡zas! Todo desvanecido, esfumado, sin más.

En realidad (y eso es lo único que recuerdo) les pensaba ofrecer una reflexión sobre el llamado Servicio Militar Obligatorio, la “mili” en la jerga de la época; de ahí el título de este papel que, cuando lo he acabado de teclear, el título, ha sido, precisamente, cuando me he quedado en blanco. No se asusten: no tenía en la cabeza hablarles de “mi mili”, cosa terrorífica, atroz y espeluznante que suele ser único tema de conversación en los coñazos de encuentros con antiguos conocidos. Me queria referir a las diferencias establecidas entre las ya distintas generaciones sobre el hecho de haber tenido que soportar -las más antiguas- un período de tiempo, largo, inacabable por casi eterno, mientras que las nuevas juventudes, las actuales han tenido la inmensa suerte de no haber “gozado” por saber en qué consiste hacer el rídiculo durante quince o más meses seguidos.

Un servidor todavía se pregunta (sobre todo por las mañanas, con preferencia al alba) qué putas estuve haciendo mientras pasaba las horas, los días y los meses embutido en un traje caqui, con un subfusil ametrallador al hombro, con un cinturón repleto de cartucheras con balas, recibiendo instrucción, desfilando bajo una música espantosa, arrastrándome por los hierbajos con la cara maquillada de betún, asistiendo a clases, interesantísimas, sobre balística, táctica y estrategia y despertándome todas las mañanas, temprano, muy temprano eso sí, a toque de corneta y con un altavoz que rezumaba la canción de moda, Pop Corn (palomitas de maiz), un tema compuesto especialmente para tocarnos los cojones a los soldaditos por un tío de origen alemán cuyo puto nombre era Gershon Kingsley. Y, lo que es peor, todo esto sin comerlo ni beberlo, con nulo sentimiento patriótico, con un espíritu vocacional cancelado, con una parte de la juventud echa trizas y con unos mandos que para qué...

Los jovenes actuales no saben lo que se han “perdido”.

Ahora mismo me ha vuelto la idea del artículo. Demasiado tarde.
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