Mi primer canguro

JAUME SANTACANA. La primera vez que me encontré con un canguro entre mis brazos, no supe, exactamente qué hacer, de qué modo actuar. Un canguro, se lo aseguro, corta un montón.

No puedo afirmar completamente que fuera un momento tierno. El animal me miraba fijamente a los ojos, como queriéndome decir: “este tío, no sabe lo que tiene entre manos”.

Estábamos en Australia; en algún lugar de la enorme isla.

Yo, la verdad, me mostraba inseguro; incluso las manos me temblaban ligeramente. Ese proceder mío, según dicen, a los canguros no les mola en absoluto. Ellos son más bien rollo confianza y tal; aprecian la tranquilidad, el sosiego y, sobre todo, la seguridad, la protección. Si la persona que se relaciona con ellos no aporta estos conceptos humanos, al canguro le entra desazón y se deprime.

Ahora bien, ante un tío indeciso, el canguro se crece un huevo; quiero decir que es capaz de humillarle y hacerle tragar la tierra.

Quise confraternizar con él. Pensé que quizás, con alguna argucia, la bestia me sonreiría o así. Yo siempre había oído que los canguros obtienen mucha información a partir de las señales olfativas; puse mi mano en el bolsillo de la chaqueta y palpé una magdalena. Salvado, musité.

No me pregunten sobre la edad de mi canguro. Yo le calculo unos diez años, partiendo de la base de que su esperanza de vida es de unos dieciocho y lo digo de memoria… No se trataba, pues, de un cachorrito. No tenía más años que Matusalén, pero ya podría haber hecho la primera comunión.

Extraje, con sumo cuidado, la magdalena de mi bolsillo. Hacía tiempo que la llevaba en mi chaqueta; me la habían regalado unas monjas del convento de las Adoratrices del Perpetuo Sacramento. No presentaba el aspecto de recién salida del horno, pero vaya, se mantenía, todavía, algo turgente. La extendí sobre la palma de mi mano: acerqué mi extremidad a su boquita. Me miró y esbozó una sutil y dulce media sonrisa. Yo moví, ligeramente, mi mano con aquel movimiento que recuerda a los toreros cuando tantean al toro para conseguir la embestida. Me volvió a mirar. Cerró la sonrisa. A partir de aquí, todo fue muy rápido; casi no lo recuerdo: con su nariz golpeó la magdalena (que se desplomó contra el suelo) y abriendo brutalmente su boca, me pegó un mordisco en la mano que me dejó tieso. ¡El muy cabrón!

No le he vuelto a ver. Nos separamos sin despedidas.

Mi corazón murmuró, quejoso: “cuando comenzamos lo nuestro, pensé que sería para siempre; hoy, me he dado cuenta que no podemos continuar…es mejor así…

Nota.-

Es ésta una historia de una veracidad rigurosa y científica. Lo certifico.

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