Asisto estupefacto a la torpeza del gobierno español en su táctica para intentar desactivar eso que ellos llaman el “desafío soberanista”. De momento, sigue sin trasladarse a la opinión pública catalana ni un solo mensaje positivo de lo que significa permanecer unidos en un solo estado frente a la indudable ilusión –justificada o no- que está generando entre la juventud del Principat el soberanismo. Rajoy y Montoro se empeñan contraponer a esa ilusión solamente el miedo, el pánico de los mercados y las nefastas consecuencias económicas que, según ellos, tendría para los catalanes su independencia. Naturalmente, si el mensaje proviene de Montoro no pueden esperarse alegrías. Ni que decir tiene que la coyuntura de una Catalunya independiente sería dramática, especialmente para lo que quedara de España –a ver como financian el PER y otras bicocas del sur dependiente- y, singularmente para los territorios de lengua catalana, que quedaríamos al arbitrio de unos gobernantes que no consiguen esconder su odio hacia todo lo que pueda ser relacionado con cualquier cultura que no sea la suya, que además consideran la única genuinamente española. Y quien esto les escribe es partidario no sólo de mantener un proyecto común, sino de ampliarlo de una vez a una Europa que deje de ser un mero colocadero de burócratas. Por tanto, aclaro, no acepto ni una sola lección de españolidad ni de europeismo. Ahora bien, resulta patético que lo único que seamos capaces de transmitir a los catalanes sea miedo, como si España no representase por sí misma un proyecto plurinacional lo suficientemente rico como para seguir ilusionándonos. Lo primero que hay que hacer frente al soberanismo es no despreciarlo, ni tratarlo de quimera o demencia pasajera. Eso sólo consigue enrocar en sus posiciones a los independentistas y cerrar cualquier vía alternativa a las dos opciones extremas actuales. ¿Se sentaría usted a negociar con quien públicamente le desprecia? Pues esa es la táctica de Rajoy y del entorno mediático del PP: ceguera absoluta y, por supuesto, soberbia a raudales. El independentismo catalán es legítimo, aunque no nos guste, y tiene todo el derecho del mundo a pedir que se le proporcione una vía legal para expresarse en las urnas. Rajoy no lo permite porque tiene tan poca fe en sí mismo y en el país que tristemente representa que cree que perdería el referéndum. Y, desde luego, con un capitán que piensa que el barco se va a hundir mejor no vamos a ninguna parte. Vean, en cambio, el talante democrático del gobierno británico. Sus mensajes a los escoceses nada tienen que ver con los que trasladan los muy cenizos Rajoy y Montoro. Lo segundo que debería hacer un hipotético gobierno español compuesto por personas dentro de la normalidad es afanarse en encontrar un marco legal que sea aceptable para todos, dejando de sacralizar nuestra constitución postfranquista, que no dudo que ha servido muy bien durante treinta años, pero que pide cambios a gritos. La cerrazón del Tribunal Constitucional al analizar el Estatut catalán propició los lodos jurídicos y políticos en que nos encontramos. ¿Y si los catalanes, hartos, proclaman unilateralmente la independencia con un 70 por ciento de apoyo popular, qué hará el gobierno? ¿Sumirnos en una guerra civil o tragar como todos los gobiernos españoles desde principios del siglo XIX con todos los territorios que se han independizado de la España una e indivisible? La verdad es que no hay plan B, porque ni siquiera hay un plan A. Rajoy espera que escampe y que se produzca algún hecho fortuito que le arregle el problema. Por ejemplo, perder las elecciones. Toda una moraleja que evidencia la altura política de aquellos que tendrían que defender el estado que les hemos confiado en las urnas y que únicamente saben meter miedo. Y, si me apuras, ni eso.
