«Yo soy enormemente partidario de mentir. ¡Mentiiid! Vosotros pensáis “No, vamos a explicar; vamos a conseguir un votante informado que sepa las repercusiones de las decisiones…” ¡No va a funcionar! ¡Mentid! Decid que la Unión Europea les puede salvar la vida, que es fundamental, que les puede dar más becas, aunque no tenga competencia sobre esto. Da igual. ¡Da igual!
Incluso jugad a la polarización (…) Hay que jugar sucio, y lo digo así de claro: hay que jugar sucio. Porque los malos juegan sucio».
Pablo Simón es politólogo, y quizás lo hayan visto en La Sexta o RTVE. Esta semana afloró su intervención en unas jornadas promovidas por el Parlamento Europeo, Los jóvenes y las elecciones europeas. Los que lo escuchan –futuros políticos, politólogos, periodistas o tertulianos- aprenden así a situarse por encima del electorado, una especie de rebaño al que ellos, los elegidos, deberán pastorear. Para ello todo medio será lícito incluyendo, claro está, la mentira. ¿A quién le parecería mal conducir a un borrico a un corral mostrándole una zanahoria o una beca, aunque luego no se la dé? Y para los asistentes que aún podrían estar sintiendo un reparo primitivo contra la mentira Simón les ofrece el argumento definitivo: es que los malos la usan. ¿Vas a dejar que los malos triunfen porque eres un maniático de la virtud, un yonqui de la verdad? Los oyentes quedan así liberados de una pesada carga, porque mantener la verdad es costoso. Ahora podrán ser periodistas de medios afines al gobierno, diputados, e incluso ministros y portavoces del gobierno, sin reparos de conciencia. Ahora no serán mentirosos sino listos: serán los expertos que verdaderamente entienden la realidad de la política.
No es casualidad que esta defensa descarnada de la trola se haya producido durante el gobierno de Sánchez. Hace poco nombró director del gabinete de presidencia a Diego Rubio, historiador de excelente currículo cuya tesis fue –vaya por Dios- «Ética del engaño». Antes había coordinado el documento «España 2050: Fundamentos y propuestas para una Estrategia Nacional de Largo Plazo», un tocho de 678 páginas que empleaba el termino diacrónico (es decir, estaba hecho para que no ser leído) y afirmaba que España ha protagonizado una revolución educativa sólo comparable a Finlandia (previendo el choteo del lector, el documento sacaba pecho y comparaba su propia importancia a la búsqueda del bosón de Higgs). En fin, que Sánchez ha institucionalizado y esparcido la mentira y ahora los politólogos la defienden y sus ministros, convertidos en muñecos de ventrílocuo, la repiten moviendo de forma idéntica los brazos. Todo sea por pastorear a un electorado lanar y por combatir a la ultraderecha y el fascismo.
Yo, lo confieso, mantengo una intensísima aversión al mentiroso, por muchas razones. Para empezar, porque lo que Simón el politólogo estaba revelando con su recurso a la mentira es que no tiene nada real que ofrecer: un vendedor de crecepelo recurre a la charlatanería porque su producto no funciona. Y también, por cierto, que no cree en el pluralismo: los rivales políticos son los «malos» a los que hay que combatir abandonando restricciones morales, y esto refuerza la impresión de que no tiene nada que ofrecer: a falta de soluciones polaricemos (¿y si el malo fuera él?). Y desde luego la aceptación de la mentira descarta la honestidad intelectual, elimina la posibilidad de ser derrotado por argumentos más sólidos, y volatiliza el poder del debate para crear inteligencia colectiva.
Parece ser que en su Ética del engaño Rubio explica que éste ha sido un motor de la evolución, y esto en sí es cierta falsificación de la verdad. Porque lo que el sapiens ha desarrollado ha sido toda una serie de adaptaciones precisamente para detectar al mentiroso, precisamente porque es enormemente destructivo para una comunidad. La
propagación de la mentira es letal para la tribu porque acaba extinguiendo la cooperación en ella y los cazadores recolectores, que no se andaban con bromas, llegaban a expulsar, e incluso a eliminar, a los jetas que pretendían aprovecharse de la tribu y eran descubiertos.
Pero entonces ¿la mentira no sirve para nada? Sí, para que Pablo Simón pueda acudir a las teles con la conciencia tranquila; para que los diputados y ministros de Sánchez se sueñen estadistas en vez de esclavos; para que los votantes puedan vegetar en su sectarismo. Y para que los cachorros que acuden a las charlas de Simón puedan llegar a ser como ellos. ¡Aprended a mentir y os invitarán a las teles de Sánchez!