En todas las sociedades hay temas conflictivos que dividen a sus integrantes. Pero no en todas las sociedades los conflictos se enquistan y se convierten en perennes, sin que haya un verdadero esfuerzo por buscar puntos de encuentro. La capacidad de hallar la vía de la convivencia es lo que podríamos llamar civilización, lo que diferencia a quienes se enfrentan de quienes pactan, negocian, dialogan de los que incendian hogueras sociales que ocasionalmente se descontrolan.
Nuestra confrontación por la lengua es patética: de un lado y del otro unos iluminados pretenden imponer su visión a los demás y, en el medio, una gran masa más o menos zarandeada o zarandeable. La imagen de este domingo, mostrando el músculo de la capacidad de convocatoria como argumento es tan patética como la de quienes aducen que ellos tuvieron más votos.
Aquí todos conocemos la situación, todos entendemos que hay posturas para todos los gustos, que hay muchos a quienes les trae al pairo lo que se acuerde porque ellos van a seguir con su agenda extremista, pero debería también haber quien ponga mesura, sentido común y soluciones pragmáticas, tolerantes y convivenciales.
En medio de este marasmo hoy mismo leía afirmaciones respecto de que con el mallorquín no llegaremos a la esquina (lo cual en cierta medida es verdad, pero a su modo también lo es para el castellano), como si un idioma no fuera en sí un patrimonio digno de ser cuidado; u otras que, como si fueran propietarios de los territorios, sugieren que los castellano-parlantes deberían marcharse, al más puro estilo de las soluciones propias de la primera mitad del siglo pasado.
Más que echar leña a un fuego al que le sobran aprovechados, más que rascar a ver si fidelizan algún voto y con la pasión disimulan la incapacidad gestora, en algún momento deberíamos tener presente que sólo con el diálogo y el pacto podremos encontramos caminos de convivencia. Lo demás es, como mínimo, no pragmático.