Me borro

Recuerdo aquellos años en los que miraba atónito a quienes no comprendían los beneficios de una democracia incipiente y temían la pérdida de los valores que nos caracterizaban como sociedad. Desde mi óptica, el avance tras un régimen totalitario era incuestionable y merecía la pena revisar el maniqueísmo de una generación afectada por sus tradiciones religiosas. Muchos creímos que, al final, triunfaría la libertad y solo los nostálgicos del régimen o los defensores del orden castrense querrían preservar el hermetismo internacional que nos aislaba, en una aldea cada vez más globalizada, o los beneficios de la paz sin derechos individuales. Casi cuarenta años después, no solo han vencido el progreso y la modernización de las infraestructuras, la capacitación de los jóvenes o la competitividad de nuestras empresas, sino que ahora también noto el cambio generacional al incluirme en el colectivo que observa desconcertado el desarrollo de los acontecimientos.

Desde la transición, la urbanidad y el respeto institucional han dejado paso a la mal llamada corrección política y a la dictadura de los grupos de presión social. Los sindicatos han diluido su papel dinamizador de la clase obrera para disgregarse en fracciones corporativas o profesionales, más accesibles para las confederaciones empresariales en tiempos de crisis. La iglesia católica se ha quedado sin vocaciones y los fieles dudan de su referente moral. El ejército ha quedado reducido a tareas más propias de una ONG y su función defensiva militar se debe ocultar o condenar. La familia ya no es el núcleo vertebrador e integrador que ha sostenido nuestra pervivencia. Los partidos políticos han alcanzado su mayor nivel de desprestigio, acosados por los efectos de la corrupción y la partitocracia. La independencia del poder judicial está en entredicho y su lentitud injustificable. Los profesores, médicos y hasta las fuerzas y cuerpos de seguridad han perdido su principio de autoridad. Incluso la jefatura del Estado es más objeto de atención de la prensa sensacionalista que del respeto público.

En ese contexto demoledor de nuestras estructuras básicas, el relativismo se ha convertido en el caldo de cultivo donde han germinado conductas excluyentes y sectarias. Cuando un actor mediocre se jacta de rehusar una citación judicial para secundar la convocatoria del “coño insumiso”. Cuando la exhumación de los restos del general Franco y de su vecino falangista se vuelven una prioridad, como si fueran alguna de sus víctimas. Cuando hablamos de jóvenas y miembras para evitar innecesariamente un discurso que suene a machista. Cuando los legisladores piensan más en cómo ampliar los argumentos abortistas o los de la anticipación de la muerte, en lugar de invertir en el cuidado de la vida. Cuando los ayuntamientos adornan sus autobuses con banderas arcoíris y se olvidan del color de otras enseñas. Cuando la libertad de expresión se esgrime solo cuando estás de acuerdo y recriminas la crítica como un producto fascista. Cuando la soledad es mayor que nunca, a pesar del auge de las nuevas tecnologías. Cuando queremos lapidar a los agresores sexuales y disculpamos a los terroristas. Cuando la presunción de inocencia se respeta solo para tus colegas. Cuando el ser varón, blanco, cristiano y adinerado se ha convertido en un estigma… algo no está funcionando bien o los líderes de opinión se han apoderado de nuestras conciencias.

En ese colectivo en el que las mayorías se han vuelto silenciosas, atemorizadas por el ruido de algunos grupos que se imponen a la fuerza, es difícil sentirse libre. Dialogar con asertividad, así como abordar los temas empleando el sentido común y sin visceralidad, se han vuelto tareas numantinas. La calle ha sido conquistada por minorías contestatarias, gracias al eco de los medios y ante la pasividad de los que temen perder lo propio si defienden lo de todos. Siquiera resulta gratificante aportar un granito de arena para la reflexión, porque la descalificación o la apatía suelen ser el único resultado que se provoca.

Me debo estar volviendo un descreído o un reaccionario, pero no es de extrañar que más de uno desee que el mundo se pare para bajarse del carro y seguir andando solo, sin mirar a derecha o izquierda.

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