Los americanos entraron en el Mallorca a país conquistado y esto es lo grave. Ser mallorquinista no consiste en hincar la rodilla y agachar la cabeza ante todo accionista que ostente la mayoría del capital, al estilo de Toni Tugores. Al presidente de la Comisión del centenario no le importa ser portador permanente de una vela en cada mano, lo mismo para dios que para el diablo. Quiere ser delegado de campo a perpetuidad y por eso lloró ante Serra Ferrer cuando le sustituyó por Oscar Montiel, después se plegó fielmente a los caprichos de Utz Claassen al someter a sus dictados las decisiones derivadas de los actos conmemorativos del siglo histórico de la entidad y ahora no pierde ocasión de acompañar a Maheta Molango en una gira inútil cuya última muestra fue el “café legal” del pasado viernes en el Colegio de Abogados. Pero el mallorquinismo es otra cosa.
El servilismo, rayano en esclavitud, se incluye antes en la lista de defectos de que de virtudes. Que la Federació de Penyes, con Rosa Planas a la cabeza por delegación de su padre, haya elegido el mismo camino de sumisión, nos recuerda que, por el contrario, fueron las peñas del Levante las que rechazaron la entrada de Robert Sarver y sus socios en el club levantino, primer plato de la mesa en la que el Mallorca figuraba de postre. Y fueron los socios del Glasgow Rangers quienes impidieron la primera intentona del financiero de Arizona por hacerse con un club de fútbol europeo. Aquí el rigor que exigiría el menor sentimiento de amor por unos colores, se transforma en una babosa satisfacción porque Steve Nash entrene con el primer equipo, ¡qué vergüenza!, o se vista de gambirote para hacer cuatro canastas con niños en un improvisado baloncesto de calle en el patio de Son Moix.
El problema no es que el Mallorca se haya vendido al único postor, quizás ni siquiera el mejor, sino que su sentimiento permanece en alquiler. Y eso si que es grave.
