Lujos triviales

"La próxima vez que...", ese es nuestro pensamiento recurrente estos días. Ese 'téntol' (intraducible) obligado en nuestra vida diaria nos ha proporcionado la oportunidad de reflexionar, casi diría que nos ha obligado a ello, y eso no es malo, aunque lamentablemente sí lo sea el motivo.

Y en ese cuadro de diálogo que abrimos con nuestro propio yo, sobreviene indefectiblemente el razonamiento acerca del verdadero valor de unas cosas y otras.

A mí, sin ir más lejos, me sucede que tras estas escasas semanas encerrado añoro las aparentemente más triviales, pero que ahora se me antojan un lujo.

Naturalmente, como cualquiera de ustedes, echo de menos el contacto cercano con familia, amigos, compañeros y hasta conocidos, pero, de entre todas las cosas aparentemente insustanciales que me faltan estos días, una de las que más es la programada interrupción matutina del trabajo en el despacho para acudir con mis colegas a tomar un café a Las Cañas, donde el saucano Ángel ya ni siquiera se molesta en preguntarnos qué queremos. Somos animales de hábitos y el mío es el de parar a las diez y media -cuando la administración de justicia no me lo impide- y suministrarme la diaria dosis de cafeína inmerso en la algarabía acostumbrada entre la parroquia de este irremplazable bar de barrio. Ese reset, que no suele superar los quince minutos, y en el que pocas veces comentamos nada del tajo, es un privilegio al alcance de cualquiera, pero del que muchos no hemos sido conscientes hasta ahora. Probablemente no nos demos cuenta de que el combustible de la existencia es la rutina, aunque también su eventual ruptura momentánea antes de volver de nuevo a ella. Son nuestro yin y nuestro yang.

Me da que santificar las cosas más nimias nos ayuda a tomar consciencia de cuáles son los deseos de los que estamos conformados; en definitiva, quiénes realmente somos. Y se ve que yo estoy hecho de liviana cotidianidad.

Si repaso mi ya prolongada vida profesional -o, lo que es lo mismo, adulta- me doy cuenta y hasta me sorprendo de que esto fue siempre así. Hace treinta y tres años mi refugio matutino era el tristemente desaparecido Moka Verd de la calle Sant Miquel; Luego, durante muchos más, el resiliente Bar Goa de la Plaça Progrés, sancta sanctorum catalinero, superviviente de la invasión sueca, donde probablemente hacen los mejores cafés de la ciudad.

Los tres son o han sido locales dotados de un carácter que los hizo genuinos, con su exclusiva e irrepetible corte de parroquianos, de la que se acaba por conocer a todos ellos sin haber mantenido jamás una conversación con ninguno.

Otras personas anhelarán unas vacaciones en una estación de esquí o en la playa, sacar a pasear su lustroso vehículo, salir a correr por el Paseo Marítimo o darse un homenaje en un restaurante; yo lo que echo realmente en falta es la bendita costumbre de mi diario cortado en Las Cañas.

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