No hay palacio real sin jardines, ni reina que no pasee por ellos con sus azafatas. Desde la desdichada Mercedes, por el Campo del Moro madrileño, hasta María Antonieta, por los hermosos rincones de los de Versalles. Y, claro, a escala más proletaria e infinitamente más democrática, también a Francina le chiflan los jardines, y no solo los de Tramuntana. Los del Consolat no dan mucho de sí, para qué engañarse, de ahí que haya que buscarse otros de naturaleza más exuberante en los que perderse. Y, puesta a adentrarse en jardines, qué mejor que los políticos, esto es, penetrar en las frondosas selvas de las ideas para hallar algún raro especímen, tan vistoso como inútil.
Así se explica que gobernantes de toda condición perseveren en sus devaneos con las propuestas más peregrinas que mente humana de cociente intelectual medio pudo concebir. A Francina, por ejemplo, le importaban una molécula de rábano las corridas de toros, y no digamos ya a la mayor parte de sus votantes. Ah, pero los jardines son los jardines, y por más que muchos correligionarios socialistas le hicieron ver la inutilidad del desgaste que acarrearía una batalla campal para su prohibición –vulneradora de legislación estatal, además- la llamada de la jungla pudo más que la prudencia, y aquí la tienen, a punto de bendecir la medida. No ha ocurrido lo mismo, sin embargo, con las propuestas del Consell Social de la Llengua Catalana, quizás porque adentrarse en el jardín de fijar la obligatoriedad del catalán en la esfera privada hubiera dejado a nuestra primera dama a la puerta del jardín laberíntico de tener que justificar el comportamiento de su conseller monolingüe –en castellano, por supuesto-, que no suelta ni un maldito ‘bon dia’ en la lengua ancestral de la tierra que lo acogió y le da de comer, sin por ello, pásmense, levantar el más mínimo murmullo de sus socios de gobierno, econacionalistas, para más señas.
Pero seríamos injustos si afirmásemos que esta querencia por los jardines aledaños a la casa de gobierno es exclusiva de nuestra presidenta. Más bien diría con altas probabilidades de acierto que el maestro en este arte de deambular entre especies botánicas exóticas es nuestro entrañable alcalde, José Hila y su delfín, Antoni Noguera, que no satisfechos con querer modificar la arquitectura de los jardines de sa Feixina, pretenden ahora ahogar a los palmesanos entre los rastrojos que proliferan por todas las aceras, por obra y gracia de sus ministras plenipotenciarias de EMAYA. A buen seguro, pronto se podrá abonar esos hermosos rastrojos con el compost derivado de la podredumbre de los cachivaches de toda especie que inundan la ciudad. Meterse, pues, en el jardín del sistema de recogida de trastos ha sido, sin duda, el Versalles de la política mallorquina.
