Qué semana tan dura. Empezamos con la desaparición de Malén Ortiz, reprodujimos su angustia y la de sus padres, abrazamos a nuestros hijos con fuerza y les volvimos a recordar, ante su cara de estupefacción, los peligros de la red, de andar con desconocidos, de transitar de noche, de las furgonetas que pululan recogiendo a menores y de la necesidad de hablar cualquier problema “por grande que sea”, ya que nadie podrá ayudarles como lo haremos nosotros. Hemos seguido el rastro con los sabuesos, los policías, los amigos, hemos visto la cara del padre y del hermano, hemos ubicado en el mapa donde vive la madre y el novio de la madre, deseando de corazón que tan sólo haya sido una chiquillada que acabe en un gran susto, que se diluya sin más.
Nelson Mandela se ha ido y aún sabiendo que así sería, su muerte nos ha pillado por sorpresa, tristísima sorpresa. Pesaron los años, y pesó la cárcel, su habitáculo reducido en el que reforzó al capitán de su alma y al dueño de su destino durante casi diez mil días con sus correspondientes noches. Hacía tiempo que su existencia era frágil, con un aliento sin peso, y aun así, nos sentíamos seguros e iguales, protegidos por el último hombre bueno que estaba,- como nadie -, conectado a su corazón. Me da pena su muerte, pero sobre todo me da miedo. Estamos huérfanos sin ti, Madiba, porque tu sola presencia nos recordaba a todos la necesidad de comprender otras realidades, tan lejanas y a la vez, tan cercanas. Todos hemos sido tus hijos como de Malén, sus padres.
Ha sido una semana dura en la que hemos sufrido mucho, sin tener parentescos de sangre ni tan siquiera roce alguno, que como es sabido, acaba haciendo el cariño. Mandela nos hará falta y espero que sí haya para él y sus logros memoria histórica, que sí haya para todos la posibilidad de saber que amar es posible, incluso por encima de diferencias, por grandes que éstas sean.
Y yo he tenido la posibilidad de certificar esta realidad este fin de semana. Pareja marroquí de veinteañeros. Naima y Zouhir. Afincados en Mallorca desde hace un tiempo. Casados hace un año. Musulmanes creyentes y practicantes. Su precioso bebé, Ahmad, acaba de llegar al mundo y ellos, en la isla, nos han hecho, a mi familia y a mi, merecedores de vivir con ellos la gran celebración que supone el nacimiento de un hijo. Matando un cordero y elaborando extraordinarios manjares para una familia que aquí, consideran como suya. Desde el respeto hemos compartido gastronomía y tradiciones, y contado cada unos sus experiencias vitales y sus creencias más arraigadas, entonando un “viva la diferencia que hoy nos iguala”. Curioso. Lo agradezco y tomo nota, porque antes de juzgar lo que no conozco recordaré que siempre detrás del hiyab, el sari o el negro zulú hay algo más que aquello que no me gusta, simplemente porque lo vivo como una amenaza o porque lo ignoro completamente.
Pues esta semana tan triste en la que me he sentido madre de Malén e hija de Mandela, he redescubierto lo que de verdad importa. Por eso me repatea el hígado tener que escuchar la gran hipocresía del Ministro del Interior, que define las concertinas como medidas disuasorias “pasivas” y “no agresivas”. Pasivas porque personas como yo se han rajado los tendones “activamente”. Claro, sesgándose el cuerpo a seis metros de altura para escapar de una alternativa aún peor. Gracias, Madiba, gracias Naima, por enseñarme cuál es el camino correcto, aquél que nunca debo olvidar. Y Malén, a ti, sólo decirte que si está en tu mano, vuelvas. Que hoy todos sufrimos por ti.