Las solapas bien planchadas, ni un rastro de sudor en la camiseta, un corte de pelo a mitad de camino entre lo rancio y lo moderno, la cinta en la frente, un imponente reloj en la muñeca. Roger Federer acababa de despachar a Andy Murray, de conquistar el séptimo título en Wimbledon, pero si no fuera por su forzado derrumbe sobre la hierba tras la victoria, cualquiera hubiera dicho que para él era otro día en la oficina. Es indudable que el suizo es el mejor tenista de todos los tiempos, pero lo que casi nadie podía aventurar es que volviera a ser número 1 a poco de alcanzar los 30 años, edad avanzada para un tenista.
Federer, elevado a la categoría de mito desde hace tiempo, es un ejemplo de superación. Nada ha podido desgastar su leyenda, ni siquiera ser padre de familia, una imagen que en este deporte va asociada a la de jugador retirado. Desde la humildad ha vivido en un segundo plano la explosión de Djokovic y tampoco le ha importado estar por debajo de Nadal en el ranking. No había sido ridiculizado en ningún torneo, por ningún rival, y eso era indicativo de que Federer no se había ido. Más allá de su perfil técnico y de unas condiciones físicas que le han llevado a tener muy pocos contratiempos, lo cierto es que el jugador de Basilea tiene una dureza mental impresionante, imposible de encontrar en el circuito.
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