Ley de hierro, partidos de hojalata

Era el comienzo de 2020, justo antes de la pandemia, y cierto partido –cuyo líder acababa de dimitir tras el cataclismo electoral- celebraba un consejo general. Se había constituido una gestora para patronear el –ejem- cambio hasta el congreso del que emergería un –ejem- nuevo líder. Y ahí estaba un servidor de ustedes presentando unas enmiendas a los estatutos, convencido –como unos cuantos como él- de que habían contribuido notablemente al desastre. Contra todo pronóstico, una enmienda en concreto fue considerada asumible por el asesor jurídico que defendía la posición de la gestora, así que los consejeros presentes alzaron unánimemente unas cartulinas verdes. Pero entonces el secretario de organización alzó una cartulina roja: no consideraba aceptable la enmienda.

El tiempo se congeló para esos pobres consejeros que, entre sudores y con las cartulinas verdes en alto, se miraban unos a otros sin saber qué hacer. Pero desde el estrado la crisis fue hábilmente zanjada: bajad las cartulinas y volved a levantarlas, que no me ha quedado claro el recuento. Los consejeros obedecieron apresuradamente, y entonces se obró el milagro: al alzarse de nuevo –tras, supongo, una profunda reflexión sobre el contenido de la enmienda- todas las tarjetas verdes se habían convertido en rojas. Les cuento esto para que entiendan que el ambiente dentro de los partidos no suele parecerse al famoso cuadro de la Escuela de Atenas, con filósofos intercambiando serenas reflexiones para alcanzar una inteligencia colectiva.

En determinados momentos recuerda más bien el de La Hermandad de los Siete Rayos, con fervorosos acólitos compitiendo para demostrar su fe y expulsar a los herejes. Y esto nos lleva a explicar por qué queríamos cambiar los estatutos. Hace más de 100 años Robert Michels formuló una perplejidad: ¿cómo puede ser que los partidos políticos, que son una pieza clave del funcionamiento democrático, sean ellos tan poco democráticos en su funcionamiento? Inventó un nombre pegadizo -«ley de hierro de las oligarquías»- y explicó que en todos los partidos hay siempre personas que luchan por hacerse con el poder, reflejo del funcionamiento de la propia democracia, de la sociedad, y en general de cualquier grupo de simios.

Pero mientras las democracias liberales disponen de mecanismos para limitar y contrapesar el poder, en los partidos esos mecanismos se suelen dejar fuera. Eso hace que deriven en organizaciones tipo egipcio, con un faraón en la cúspide que acapara todo el poder. El siguiente escalón de la pirámide lo suele ocupar un reducido sanedrín compuesto por aquellos que han aprendido a recomendar al líder exactamente lo que quiere escuchar, que se dedican a vigilar a los de abajo y a promover una selección de personal inspirada en la ganadería ovina.

A partir de estas características básicas, los partidos difieren mucho en el grado. Por ejemplo, cuando el faraón es tan desaforado como Sánchez todos los que ocupan los estratos inferiores a él son siervos, aunque sean de lujo, y quizás les reconforte entender que Bolaños es como uno de los «objetos delicados», los presumidos esclavos de élite de Casa Tifus (oh, vamos; no me digan que no leen a Astérix). Pudieron contemplarlos el pasado lunes, riendo las ocurrencias de su amo cuando presentaba el libro que no había escrito.

Esta estructura cesarista de los partidos tiende a suprimir la formación de inteligencia colectiva. Primero, porque no es muy amiga de la inteligencia individual: el secretario de organización del misterioso partido del que les hablaba solía afirmar que hay que desconfiar de las personas que leen; luego escribió un libro y consiguió que, efectivamente, nadie lo leyera. Segundo, porque la concentración de todo el poder en el líder hace que, aunque la inteligencia brote, no encuentre cauces para que fluya libremente y enriquezca el debate. Cuando estas circunstancias concurren, cuando el debate es desincentivado o directamente penalizado, se crean dinámicas especiales en los partidos, con espirales de silencio y conformismo general, que los convierten en meras cámaras de eco.

Es la «tragedia epistémica de los comunes», nombre poco comercial con el que Jonathan Rauch describe el fenómeno por el que las organizaciones entran en un proceso de alejamiento de la realidad, como Jonestown o el PSOE. Y la tercera razón por la que los partidos cesaristas no estimulan la inteligencia está en que los propios césares tienen una fuerte propensión a volverse tarumba, y a partir de ahí pueden empezar a cometer pintorescos disparates, que la organización refrendará al unísono -la cosa empeora, claro, cuando el faraón viene zumbado de fábrica-.

Estos eran los riesgos que pretendíamos mitigar al proponer –sin éxito- la reforma de nuestros estatutos, y los riesgos acabarían materializándose puntualmente. Aún sería más importante una reforma del sistema electoral que acercara al político a su votante y lo obligara a rendir cuentas. Y tampoco estaría mal hacer alguna reflexión sobre la cadena de responsabilidad en los partidos, y sobre la formación de su agenda política. Disculpen estas turras pero, si hay algo en lo que quizás pueda aportarles algún conocimiento específico, deriva de mi paso por la política.

(Dedicado a M.G.)

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