Las personas que mejor me conocen, es decir, los lectores de estas columnas de opinión, saben que no soy alguien muy de salir por ahí. Suelo ir a dar una vuelta vespertina casi diariamente, alguna matutina y ya casi poco más. No incluyo aquí mis visitas al supermercado y a una panadería nueva que han abierto hace poco cerca de casa, que por cierto tiene unas ensaimadas de crema realmente muy buenas. Bueno, eso es lo que he oído decir.
En cuanto a los paseos de que les hablaba al inicio, suelen ser casi siempre por el centro histórico de Palma, que es una de las zonas de la ciudad que ya de joven más me gustaban, con sus tiendas, sus calles peatonalizadas, sus residentes, sus avenidas, sus comercios emblemáticos, sus visitantes, sus callejones perdidos, sus edificios antiguos, sus artistas, sus bloques modernos, sus bares, sus cafeterías, sus restaurantes y sobre todo sus terrazas.
Pocos sitios suele haber más interesantes en cualquier ciudad que sus terrazas, con la excepción quizás de algún museo o de algún monumento. Las terrazas son como pequeños microcosmos concentrados del mundo. Seguramente por eso, siempre que puedo me gusta sentarme en alguna de ellas y observar con discreción a las personas que tengo alrededor. Al fin y al cabo, casi todos tenemos más o menos escondida o latente una cierta vocación de «voyeurs».
Las terrazas son casi siempre fuente de inspiración, vital en algunos casos, literaria en otros. En unos pocos metros cuadrados, sentados en diferentes mesas, puede haber amigos recientes o de toda la vida, parejas de cualquier edad, desconocidos que han quedado para una primera cita, trabajadores o turistas que hacen un «break», ejecutivos y políticos hablando de sus cosas —que no siempre son las nuestras— o guapos y guapas oficiales. Y, por supuesto, también alguna «femme fatale», con su halo seductor y misterioso, su vestido quizás a lo bondage, sus tacones de aguja y sus gafas de sol, que invariablemente llevará aunque el cielo esté encapotado y el día amenace tormenta.
Todo ese microcosmos está hoy en retroceso en Palma, después de que el equipo de gobierno municipal tripartito aprobase hace un año la nueva ordenanza de ocupación de la vía pública y meses después el decreto que obliga a las terrazas de Sa Llotja a cerrar a las once de la noche. Partiendo de la base de que ya nadie duda, salvo quizás Donald Trump, de que siempre deben intentar preservarse los espacios públicos y el descanso de las personas, deberíamos de preguntarnos si las cosas no podrían haberse hecho algo mejor por parte de Cort, sobre todo teniendo en cuenta las repercusiones negativas, no sólo económicas, que la ordenanza y el decreto están teniendo de manera genérica en el día a día del centro histórico. Ojalá aún sea posible algún cambio que pueda contentar a todos. Por el bien y el futuro de nuestra querida ciudad.