Siempre he oído mencionar que “las despedidas son tristes”. He escuchado esta expresión así como si tal cosa, como quien dice aquel otro tópico que reza “las comparaciones siempre son odiosas”. Los tópicos, los lugares comunes son eso, meras repeticiones de hechos constatados en varias o múltiples ocasiones y que sirven, habitualmente, de consuelo. Nada más.
Vengo, ahora mismo, de sufrir un acto de tristeza. Es más, de protagonizarlo. Cuando la tristeza, la pena o el pesar se manifiestan, la rueda de la vida se detiene, los colores se alteran y los perfumes pasan a ser sólo aromas. La rutina vital se convierte en desdicha y un desconsuelo aletargado pero en estado de vigilia se desvela e incrusta el estilete tóxico, ponzoñoso, en el espíritu de la víctima, en el alma de la aflicción, en el sujeto damnificado.
Acabo de ser vapuleado por la amargura. De un estado de felicidad robusto e impetuoso he salido disparado hacia el vacío, la ausencia del “todo”, la inequívoca nada. El viaje no es fácil, ni de asumir ni mucho menos de digerir. La razón en estos casos, se disculpa y hace mutis por el foro para dejar que el caos resuelva sus problemas y la sinrazón se aclare como es debido.
Hace tan solo una hora, he participado en una despedida. Debo aclarar -ahora que lo pienso- que, habitualmente, las despedidas no suelen ser de carácter individual; uno se despide de alguien o de varios o de muchos... o bien, varios o muchos se despiden de varios o muchos. Y, a la vez, uno entra de lleno en una acción o efecto de despedirse con diversas modalidades cronológicas: se puede despedir por un minuto, por meses, años o, inclusive, para siempre (que es el caso tan sobado de la muerte física, normalmente tan poco deseada por los humanos).
La identidad de mi despedida ha sido de tipo colectivo de rango ínfimo, lo que sería un adiós entre dos personas, es decir, sin la intervención directa de otras personas. En muchos de este tipo de actos, las despedidas se producen entre personas de distinto sexo (bueno, tranquilos, hoy en día, ya se sabe, las cosas han cambiado muchísimo en este terreno). Éste, en todo caso, ha sido mi ejemplo particular. Un servidor, señor, se ha despedido de una señora. ¿Amor? Sí.
Ha sido, la mía, la nuestra, en definitiva, una despedida de prototipo temporal. Y añado: sí, todo lo temporal que se quiera, pero jode un montón. Ninguno de los dos protagonistas querría haberse separado del otro aunque las circunstancias -que ahora mismo no vienen a cuento, entre otras cosas porque se podría armar un pitote de padre y señor mío- no permitían ninguna otra opción; de momento.
Reitero que, después de haber gozado (en todos los aspectos de la vida; en todísimos) unos cuantos días, apartados de la civilización, envueltos en una nube de bienestar moral y físico y dados a toda suerte de hedonismo positivo, no deja de ser una tremenda putada tenerse que abandonar el uno al otro frente a una lamentable y desoladora vía de tren que, por mucha paralela que trace, resalta mucho más la división que el ajunte.
En estos momentos de transición, aparece el lloro que ofrece una cierta solución provisional al ahogo del alma. La aparición de unas lágrimas ineludibles, insalvables, sobre las trémulas mejillas de los “separandos” resuelve, en parte, la asfixia y el sofoco que sufre la musculatura corporal y la sección neurológica del organismo.
Ella y yo, nosotros, nos volveremos a ver; y pronto. Esto no hay dios que lo frene ni vía férrea que lo desvíe. Porque el amor -cuando se cree en él- reparte felicidad a troche y moche.
Eso sí: hay que tener mucha confianza y paciencia.